martes, 15 de julio de 2014

inevitable (el desconcierto)


Hoy una pequeña revolución se produce. Un jilguero atraviesa, corta el rudo espacio
apenas reciclando las alas, borracho de vida. El escenario se eleva unos centímetros.
Toneladas verticales, altares dorados, focos de tres mil vatios y demás del círculo auténtico (musical).
Hay un futuro que se adivina sonriente con su carita alegre, que baila como un rastafari,
se vuelca en la enseñanza del color. En la escena alta la diva condesciende y se altera vestida
al estilo de la máxima ventaja, el estilo de su cuerpo: esto es. El pájaro ha manado y resentido,
ha viajado desde el otro confín de la ciudad perdida y se ha sentido bien, águila
o faisán. Su libertad ha funcionado como la caldera del hogar, como un silencio infantil
(a veces sobran las palabras). Socialmente, podría incluso comentarse su trayecto, su falta de tacto,
tan animal, por supuesto. ¿Quién es ella? La que tiene una voz. One Love. La que responde al viento,
en un idioma acróstico y disímil. Nunca fue de otra manera, ella tenía un beso en la punta de la lengua,
un beso solamente suyo y a veces lo probaba con la punta de la lengua y era de sabor gris aceituna, ligero,
nada dulce. El desconcierto parecía venir de otro lugar, otra sala paralela con moqueta para no bailar.

Dinero por los suelos. Un dólar. Dólares de pacotilla y un santo dolor de espalda, de agacharse y ver.
Para ver. La chica tiene su micrófono escogido y lo acaricia mentalmente, se lo lleva a los labios,
saltan chispas. Es un modelo alucinante con -parecen- diamantes, heraldos de un mañana fugaz.
Auroras cristalinas, albas físicas (éstas en la cintura) trascienden mucho y son etéreas para siempre.
El dinero no importa, ni un chelín. Pero ella se agacha a recoger el céntimo porque eso lo ha aprendido
de sus padres, que eran gente impersonal, también decente.

Las luces son de escalofrío. Bastan para alumbrar una nación, un continente. Luces que rampan
dimensión y encanto como fieras ateridas. Ni la bestia está aquí. La ha asustado el vuelo rasante,
tan dotado. Entonces es que ella no está en peligro ahora y puede.
Volar, cantar, amar un poco, amarse tanto. La canción es un párrafo desnudo con un litro de rabia,
un metro de finura. Todos aplauden con las manos encallecidas, todos viven y convencen. Ella no ha visto
(plumas que se molestan en decir adiós) brincar al pequeñuelo como un tiro, encaramarse a alguna viga
descuidada: estaba a lo que era, y el próximo número es una balada nupcial.

Digamos su nombre pero sin pronunciarlo. África es un rumor que salpica el océano de sangre.
La realidad se abre paso hasta la butaca del salón. La conmoción procede de un infierno antiguo.
Ella muestra su belleza sin querer, no puede evitar cuánta hermosura, un relato esmeralda de los ojos,
el coral aplazado de su boca. Entretanto, el jilguero canta y repite, obedece al ciclo natural, anafórico y salvaje.
Luz para la estrella. La fantasía, el baile, la voz que se remonta sobre horizontes de plata,
el aire comprimido entre dos mundos que giran a lo loco. Ah, tantos tonos de piel para su acento,
estas palabras rápidas, con su forma veloz y su andamiaje, la reverberación amable contenida en sus labios.
Así, el pajarillo habla, ella canta y sus dos almas ejecutan un abrazo en el vacío.






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