viernes, 12 de diciembre de 2014

una traición sin importancia


Besarse es incidir en un metódico destrozo.
Ya está la letra larga del rap
deshabitándose. Astillas en la cara, metidas por las uñas, la demolición incontrolable de un espacio público.
La ruina de un edificio derruido por el futuro, uno que caerá. La ruina de un rostro vacío
y arruinado por la codicia; en el germen de la infamia está el dinero. No valen besos si no se sienten.
El beso no se compra. El beso no se vende como un verso publicado.
El verso es un desastre floreado, pintarrajeado
o trajeado
con su corbata imponderable. Y el poeta, un traidor a su pasado (cuanto menos).

Suena The Left y es suficiente por ahora. Ni siquiera es necesario creer en dios como Apollo Brown, ni agradecer
al buen God sus peregrinas atenciones, su permanente cuidado. Suerte que dios es un tipo de cuidado
que cumple sus amenazas. Se hace urgente descreer, desorientarse por el laberinto:
no volver a rezar y derribar un templo mentalmente, uno por segundo.

Tampoco el amor es dios, dicen los versos. Esto no es un poema, sino una debacle que espantaría a Harold Bloom,
tal vez porque evidencia un desconocimiento indigente del latín y una falta absoluta de formación
integral (y se repite). Nada de lo que preocuparse. Este oficio es el canto natural que no escucha casi nadie,
y tiene su destinatario, que es el silencio. Este escrito es una medición de niveles tóxicos, la aberración
de una mente desoxigenada, el gallo del barítono, el ocio tartamudo del príncipe.

Es un canto de amor que no se entiende porque suena The Left a toda máquina con letras decisivas
que, sin embargo, no significan nada de amor. Da que pensar.
La música es muy seria misión, más que la literatura, tanto como la pintura abstracta, que tiene su arte.
El arte parece que lo hubiera inventado Yasmina Reza, pero no, no es un lienzo en blanco.
El arte es más un chusco de pan duro, el currusco bien duro del pan negro que se desmigaja y ensucia, pica
por el cuello, entre la camisa y el cuerpo, también algo, lógicamente, por el alma.

El alma es lo que se vende el verso, puesta en venta. Hasta debería tratarse de la moderna
colegiala, debería traérsela a colación en una u otra línea del poema, para tranquilidad de la crítica: escondida
en el doble fondo del armario, por fortuna, o entre los matorrales espiando al profesor.
El alma tiene un precio, como la muerte, y éste debe ponerse por escrito, ¿dónde?:
en el verso etiquetado. Todos los poemas tratan de poner precio a su alma, pocos lo consiguen,
se traspapelan en la lejanía del lenguaje, en la sonoridad apuesta de las formas y en la legibilidad de los clásicos y sus leyes.
Se pierden en el laberinto helado del Hotel Overlook,
naufragan en los pasillos del palacio de invierno o entre las galerías idénticas
del mítico Hermitage.

Sucede que el amor se refiere siempre al beso. El amor en cierto modo es un beso arreglado,
desprotegido, vehicular acaso. Es un pimpollo de amor el beso que transita el hoyo cuántico
de verdadero vacío y se niega a trasladarse, que ameriza, aluniza en un corpúsculo fractal o una meseta,
aterriza en un brillante par de labios sórdidos, luciérnagas en la fresca oscuridad del aire puro.
Su pureza en un vértigo insultante; existe una posibilidad, entonces, de precipitarse al abismo, sobre la conjunción
profunda de la nada y el sueño, es decir, sobre un rayo de luz. La prosa lo defiende, se defiende del arte
con argumentos de peso
y coherencia. Pero el verso está expuesto a la razón, yace como un santo alanceado, como un cristo fehaciente,
y se muerde las uñas antes de decir que no.

Pues siempre se ha tratado de otra chica morena con el verso, el amor y el beso en la mirada. Que va pisando poesía
sin importancia por el parque, poesía en la sombra, quizás, un soneto de Keats.





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