viernes, 10 de febrero de 2017

sandra maría magdalena


Nadie interviene
pero cesa el mundo. El artista prosigue su andadura,
recibe el premio nacional del Yo, su manifiesto es suyo, un tratado de sí y sus menesteres,
el ego y sus argucias, sus minucias, su hipertrofiado bocio, el bulto
rancio que supura intimidades, el pus de los mass media que destila
la belleza intrínseca del alma,
su formidable mugre familiar.

Y mientras un pequeño parque
anónimo,
sórdido también
–¡oh, infinito!–
ha nacido al amor en cada sueño, cada calle sin nombre, cada vivo recuerdo de un niño inocente. Cada vez que una madre
–santa como maría magdalena– arde en los tibios brazos de la nieve,
y su corazón…

Su corazón… Nadie da un paso al frente y los pájaros
caen como bombas en plena retaguardia. Pasan los bombarderos,
hacen el mismo ruido que el amor. Espera… Quizá sea el latido de la muerte, un estruendo
de huesos minerales, el destello final.

Sobre la hierba, Sandra (tan dulce, extraña flor): ha comenzado el apocalipsis,
pero nadie interviene. Los intelectuales ofrecen respuestas malintencionadas; se imponen el silencio de la muerte
como si fuese cosa del amor. Ellos llevan el espejo
incorporado, el micrófono abierto,
no hablan, publican, no sienten, interpretan.

                     Desde entonces el parque ha ido comiéndose tumbas con buen apetito, matando el hambre. Tanto que los verdugos
han muerto del tirón (y sin perder la fe en el purgatorio).
Ahora todo es infinito como el mal; hay animales por todas partes, alemanes por todas partes,
hombres que fusilan a las estrellas, violan
tallos de viento, sueñan al calor de una humareda sangrienta.

No hay juguetes rotos en la plaza,
solo piedras redondas con cara de muñeca, lágrimas. La violencia es músculo y la muerte, otro deporte de riesgo,
otra forma desnuda del amor. 




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