lunes, 10 de julio de 2017

bienvenidos a la frontera del éxtasis


Ya no es el poema, sino la fatalidad, el reemplazo o la materia ausente del propio verbo, de la que está
construida la historia, no los sueños. Hubo un espacio para el aprendizaje
durante el que fueron creados los primeros poemas, los siguientes más tarde, y fueron todos
celebrados como iluminaciones, perlas de su autoría,
breves autoridades literarias encorvadas bajo el peso de la tradición humillante.

Primero fueron los poemas, luego, la poesía. Recorre el parque
un tremendo caudal, una fatigosa corriente hecha de palabras y sonidos iguales, tácitos;
el divino nabí que recuerda su nombre, emula la acrobacia del jilguero, la gracia del junco y la diestra
grafía de las gotas de lluvia.

La poesía es: frontera. Subyuga y es como esa voz en tu cabeza, la enfermedad
penosa que encanta a los turistas, el vericueto del arte una vez codificado en recuadros de color. La poesía lleva rastas
rígidas como tabletas o lingotes de oro, onzas vivas que consideran su significado
por encima de cualquier manera, que vacían el aire de otros signos.

Cada nuevo sepulcro engrosa el beneficio de la noche, su medalla de mármol, el supremo
galardón de la sombra que permanece acostada sobre la gélida charca de la eternidad, tumbada en el sofá oceánico
con un sinfín de aladas curvas a la espalda. Algo místico que duele
como las llagas emotivas, flores y retoños que lucen en la oscuridad, perros que olisquean la sangre y muerden
precipicios de silencio.

La avenida posee su verso inacabable
–siempre en raro argot subliminal– siempre besándose la letra, cortándose los surcos de la voz. He ahí la brevedad
del éxtasis, su manicomio lógico. Cuando ella, vestida de blanco, da la bienvenida al documento
original, ofrece sus brazos tímidos a la fe, tan arbitraria, se escuda
tras el pecho agnóstico que el ángel propaga como una residencia en el abismo.

Jordan reconoce al poeta en la arrogancia que tolera victorias y desencadena efectos religiosos,
difunde la amplitud de otra mirada. Desde el balcón del otoño, aventaja a la luna en claridad y ternura, disminuye su aliento
(que se retuerce en la cuadrícula del odio)
línea a línea delicada, suaviza los márgenes de la profecía con la resolución de sus cabellos
negros; a través de su pérdida, forma un mar de palabras para que nadie escuche el furioso clamor de la alegría. 




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