miércoles, 12 de julio de 2017

Angel digno de todo mal


Todo por el índice y la enumeración de los proscritos; qué nivel de retórica endiablada
auspician aquellos dignos de la composición del arte. Que fascinación produce el propio impulso, la propia
decisión, el gran deseo, la inopia colosal y aterradora
que oscurece el mundo hasta la náusea y solo brilla cerca de nuestra sombra
cómica. Es tan gracioso el arte con su gracia, lleno de gracia y precisión sintáctica,
como una virgen populista.

Allá los cántaros rotos del milagro, sus preocupaciones
dentro de la normalidad. Y cuanto más abjuran de su alma y se postran ante el ídolo espurio del modernismo a toda costa,
más contienen el germen de la descendencia, de su decadencia
extraordinaria, la llama viva de la vejez que aguarda paciente su egoísmo.

Por eso (y tanto), Jordan se ha consumado en el poema, es una consumada hechicera, una consumada
acróbata, una consumada teórica del mal. Su belleza abunda en la monotonía,
su calma angelical se diluye en los estados del espíritu, la cuesta que sube con su alma, el peso de unos labios
asediados. Ella pasa como un río y a veces inunda corazones.

Estamos en el sueño de la palabra que es ella, lejos de la posibilidad y el realismo mágico,
ajenos a la fundación de la conciencia y a las fundas de la mente, sus heroicidades y apareamientos sucesivos,
sus placeres y decepciones. Allí donde aparece el único Angel aceptable
decapitándose o desgajándose de su divinidad
como un pequeño conato de lluvia o una invitación a la neblina. Oh, sentado a la mesa del padre
autoritario, su patriarcado celeste, mesándose una raza de plumas incipientes, el cabello ambarino.

Sobre una extensión de trigo, se alza el monasterio de donde brota el parque como un retoño
hernandiano –vivo, por tanto–, lugar de escenas bíblicas, autopista al océano pacífico. Se produce en su seno el caos,
pero de forma unánime, esencial, la entropía se desata de sus ligaduras reales. El arte parece tan inútil como decía la televisión,
surge de un modo olímpico, hay una enorme competencia
poética entre cadáveres y seres de otros mundos. El mundo está aparcado, se reduce
a una población de amaneceres dispuestos en línea recta, lágrimas de hierba y otras consecuencias naturales.

Junto al mar, Jordan se marea y fuma sin descanso; los ojos de la luna son ventanas indiscretas. La Luna
es de su propiedad, como la arena que se le mete en los zapatos
y el agua que respira en su cara de ángel.



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