viernes, 27 de abril de 2018

compro oro


Cuando los amigos tiraban de la manga, hacían equilibrios, sacaban lo peor de sí mismos
solo por complacernos. Oh, aquí la vida moderna ha sido deportada al absurdo: trenes cargados de gente
y una vía infinita, su recorrido guadianesco, el traqueteo
personificado.

Los amigos bajaban al parque solo por el humo, en zapatillas,
antes de irse a la cama, sin terminar de comer. Por los senderos, en los bancos grabados a sangre y fuego
con nombres y penurias, corazones y lágrimas carcelarias, amor de madre, por todos los rincones
aguados y estrafalarios donde casi no entraba la luz y la música
enfadaba a los vecinos.

Delante de la policía como buenos soldados puestos en fila contra la pared, las piernas abiertas, los ojos
cerrados. La sirena de la fábrica, entonces, no correspondía; el pueblo no abultaba mucho,
una larga eutanasia activa de mendigos frente a la puerta de la iglesia, su campanario
averiado. ¡Qué pasividad! (del horizonte), qué falta de perspectiva. Qué
ajeno el despertar del mundo, su desidia protocolaria.

Poner un anuncio por palabras solicitando el milagro indispensable, lanzar una botella sin mensaje, hacerse a la mar. Jordan
no ha visto el mar, pero ha leído Moby Dick (y Un día perfecto para el pez plátano). Es cosa de la imaginación. Las tormentas serán imaginarias,
ballenas como unicornios, dragones lenguaraces haciendo cola las 24 horas → Aquí: COMPRO ORO 
(cca. 200 profesores de filosofía paralizados ante la puerta batiente del salón).


Hoy los amigos se han caído de la literatura como personajes magnéticos, ha fracasado su teatr(ill)o
burgués, su merendola carioca y sus buenas invenciones; la aritmética tiene que ver solo con la comida: el arte
será comestible o no será. Han caído en desgracia: los compañeros de fatigas, los del alma, los ángeles sin ruedas
con alas de cartón, los pequeños héroes contraculturales, los tíos raros, las tías raras con cara de susto
y anchos gabanes con bolsillos sin fondo.

             Son cosa de la imaginación, artífices o constructores de mundos periféricos,
informáticos felibres, bombarderos ilegales. Son auténticos policías de la moral, brigadistas
del orden que holgazanean sin piedad contra los farallones, en los delicados pasillos del instituto, por la acera
pintada de color vomitona, desangrada de púrpura, ventilada a cuchillos y a merced de tantos elementos.
Los amigos son menos, y más célebres. Son dos fotografías arrugadas y la pava decente del último
ducados de toda la ciudad.


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