miércoles, 25 de abril de 2018

psicofonías del swing


Aquella algarabía de muecas infantiles, voces nuevas apenas congeladas por la edad, aquella
montaña de riguroso sudor y aquel pozo sin fondo de la memoria y el desvalido contento, solo existen ahora como psicofonías,
existen como residuos biológicos que florecen y engañan los sentidos. No hay un idioma
propicio para esta clase de irregularidades, esta intraducible ansiedad que domina el triste panorama
de la historia. Ecos de una proposición obscena coronan la espectral monotonía del Parque, es la eterna
corrupción que acompaña a los primeros gritos de pánico, el primer dolor real, el primer puñetazo
en la boca del estómago, la primera puñalada de la noche.

Hay un fantasma toxicómano sentado en la cola del piano, en la estantería,
en la repisa o en el último peldaño de una escalera que no llega al pie del cielo: busca unos gramos de luz. Al final
puede verse un largo trecho de túnel, cierta luminosidad que hace juego con el pálido
ocaso o con la aurora subordinada de los días felices.

Aquel colofón sarcástico ha sido sustituido por una forma del swing, un rato
caótico de flow comparativo. Acaso las pequeñas muchachas
mestizas soñaban con todo el talento de África reunido en un paso de baile. Algunas luego escrutaron la bibliografía
del trotskismo y sus apéndices seculares, bombardearon con pintura roja los altos muros del mercado
común europeo. Después llegó el espacio sideral, de golpe descendió como un parto de la nada, otro silencio
administrativo de la naturaleza.

Sobre el terreno, la virtud ha sido destilada en vendas y correajes, punzadas de culpabilidad. La música se contagia
del síndrome del verso agotador, adquiere una masa muscular que agosta los viñedos, logra un hito
imperdonable al marchitar la práctica totalidad del matogrosso poético, al neutralizar billones de partículas
porteadoras de una fuerza poco corriente (la décima Musa es una figurita de mazapán con la cara del Ángel). 
Es una suposición que no ha sido registrada,
una versión beta de la realidad (y Sadie confiesa que los blancos soportan a duras penas unos escasos bits de estricta realidad).

El viejo magnetofón acumula horas grabadas de ruidos sostenidos y fúnebres, tremendos
arrebatos curtidos en el solemne llanto que acude puntual a su cita diaria con la oscuridad y el silencio. Esta cualidad
horrenda del silencio que esconde un río de lágrimas futuras, un lago de sangre
coagulada en el verbo. Nada como la tranquilidad absurda de una excursión alucinada por el turbio
paisaje de las complicaciones, el ridículo tramo de una vida frente al curso positivo, el peso
estático del ominoso fardo universal.


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