jueves, 14 de mayo de 2020

milagros en la nieve


Dulce Emily D., pequeña y sola
en tu pequeña habitación, la celda
donde tu verso terrenal se suelda
con el espíritu que lo acrisola.

Un convento en el aire, un monasterio,
entre los pinos altos, tu cartuja,
templo que al cielo tu palabra empuja,
jaula de oro de tu cautiverio.

Libre de ser, ceñida a tu existencia
como el pájaro al viento que lo mueve,
capaz de obrar milagros en la nieve,
libre del yugo atroz de la experiencia.

Dulce Emily D., serena y triste,
sobre la muerte, inmensamente viva,
se derrama tu sangre curativa,
triunfa tu pluma donde dios desiste.

Por la flecha del tiempo, dardo inerte,
herida a borbotones en el pecho;
diera tu eterno corazón por hecho
su trabajo de amar hasta la muerte.

Tu habitación limita con el Arte
–lo tiene contra el cielo acorralado–,
pero tu verso avanza ilimitado,
cruza la soledad de parte a parte.

Dulce Emily D., tu voz se carga
de razón para huir de sus prisiones:
¡con qué dramático rigor te impones
sobre el celoso tedio que te guarda!

Por tu silencio, el cofre del tesoro,
por tu mano en la frente, un arca antigua;
tu mano que en el aire se santigua,
tu silencio que pesa más que el oro.

Hay en tu calabozo una frontera
que separa tu mundo de este mundo,
es un río de tinta tan profundo
que dentro está la muerte prisionera.

Sola en tu habitación, cuarto creciente,
bajo la luz unánime y gigante
de aquel sol interior y edificante
que ocultabas a dios devotamente.


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