domingo, 9 de marzo de 2014

blues


Pero las malas lenguas corroídas por la envidia, cierta prensa mundana.
Ella sufría la inquina de las facciones. Los titulares:


"La Princesa Azealia sorprendida en un fumadero de crack en compañía de lo mejor de cada casa"
"Al parecer, el novio de la Princesa Azealia es un maltratador con antecedentes penales por tráfico de drogas y estupro"



Las fuerzas vivas del reino se empleaban a fondo, incurrían en exclusivas falsedades en su contra,
no la perdonaban su origen incómodo, su querencia por la justicia universal,
(tampoco les gustaba la música que escuchaba a todas horas, Nas como Janelle,
y a veces Angel Haze).

Ella cantaba y dejaba que algún pajarito poco hablador se encaramase a su hombro.
No concedía entrevistas y se recluía en sus aposentos sin ni pizca de ganas de salir.
Fumaba cigarrillos rubios y leía novelas de Michael Chabon,
de quien admiraba su frescura narrativa.
No hacía caso de la prensa amarilla y esperaba su momento con un viso trágico en los ojos.

A millas de distancia, el poeta soñaba con frecuencia inaudita con aquella figura demasiado feliz,
la discreta diadema, la forma de sonreír hacia un cielo pacífico.
Con el debido respeto,
imaginaba su mano recorriendo el perfil armónico del rostro, la curva inmaculada de los hombros.
Escribía:

                        ¿Cómo puede el amor acariciar un sueño y convertirse
                        en un poderoso acto, una consagración?
                        Las nubes tienen vértices, sueltan cabos
                        por los que baja una legión de santos que bendice la guerra.
                        En tanto, su belleza sigue completándose en el aire quemado,
                        sigue ardiendo como el abecedario de la sangre;
                        oh, sus palabras vuelan inalterables por el medio adecuado al son,
                        hacen de sonido y reverberan, cuelgan de un muro antes posible.
                        Trazan simultáneamente sus líneas el pintor y el profeta
                        con el músico que organiza leves ceremonias. Pero ella
                        sigue alumbrando el cielo más oscuro,
                        ajena a los preceptos de su revolución.

Azealia, que no salía de palacio para ir a ninguna fiesta de disfraces, a ninguna estúpida fiesta,
ni tenía un novio presidiario (ni fumaba otra cosa que una hierba sublime),
no languidecía nada, sino que cada vez lucía más radiante; sopesaba su corona
plúmbea, la joya pesada, el motor del estado.

El corazón en llamas, entonaba un verso inadvertido con su mirada acústica,
los labios desplazándose hacia el centro del alma, la lengua caprichosa
redibujando un beso. Amanecía ya y el alba era un constante desafío,
una superstición. Azealia cantaba y parecía un blues:

                        ... como el abecedario de la sangre...




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