martes, 4 de marzo de 2014

ni laura


Primavera en el Castillo. Del torreón espigado surgen vigas maestras, esqueletos
vivaces; una teja cae de cruz. El tejado no existe a lo largo del día,
por la noche se reproduce un trozo grande de uralita como en las cabañas del monte
(sin antena de televisión).

En su momento hubo cuántas banderas, cuántas trompetas saludaron el alba, jóvenes tambores,
soldados y arlequines. Las damas estrenaban sonrisa hacia el altar del trono,
sus zapatos valían un reino en ultramar, una especie de isla.

Se cruzaba el acero mientras sonaban los móviles de última generación;
los generales llamaban al orden, a la acción a sus huestes indignas,
(desharrapadas también). El tableteo de las ametralladoras marcaba el paso del desfile. La guerra
estaba fresca en la memoria. Toda guerra se parece a la siguiente. Y es un error.

Una pareja de novios debatía su reciente futuro en la esquina central del patio de armas.
La mujer del coronel supervisaba el guiso. El Castillo endulzaba sus oídos de coraza gótica,
fecundaba cañones por centenas, granadas vírgenes. En el salón real, el monarca
comprendía su parte de la situación, reinterpretaba su papel de príncipe incendiario.

Volaban las consignas por los pasillos atrincherados en su laberíntica impostura.
Las consignas decían que era hora de combatir el mal, hora de eliminar, cauterizar,
fundir el plomo de las calaveras enemigas. Las tropas aguardaban el milagro de su indefensión.

La hija del rey, que ni era princesa ni se llamaba Laura, vigilaba desde la almena alta,
rota almena deshilachada, con su ballesta equilibrada dispuesta y destinada al saqueo
de los corazones, el arrasamiento sentimental de las propiedades más humildes,
la confusión de las almas. Su propia alma distaba tanto de la eternidad...
Su espíritu era cómplice de alguna sombra oculta, su belleza era el eco
de una fantasía corriente, el reflejo de un grito abortado, la foto romántica de un niño infeliz.

La primera bomba cayó como un mensaje de texto con sus caritas enlodando la realidad. 
En los fogones, la bella cocinera repintó su pastel de zanahoria
Los pajes retardaban el aviso, pero corrían ligeros.

El silencio era exactamente esto.
La paz huía con un chusco de pan negro debajo del brazo.
Todo el Castillo era una ruina en ciernes. Un techo como el cielo de mañana.

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