lunes, 11 de agosto de 2014

cuento sin navidad


Comienza a arder la luz, el aire se recuerda. Vibran las caravanas, un gigantesco auto acelera
en la pista. Los hombres han conquistado la velocidad y se muestran felices como gente feliz. Ahora
hay que correr a cualquier parte, la consigna es: deprisa. Los hombres han domesticado la luz, la llevan con correa
la apagan y fabrican semáforos inteligentes. Los automóviles en manada, aborregados, abotargados, simples
como números, matriculados en serie como asesinos en serie, débiles. Este sistema económico es rápido
para sus operaciones comerciales, rápido para sus transacciones, rápido para sus despidos y sus contratos basura.
Entretanto, la basura se amontona en los jardines, en cualquier parte menos en la carretera nacional.
Hay que correr, darse prisa. Los semáforos instan una revolución tangente, convergen varios en su lista
negra, buscan su lucimiento individual, el peatón más recto, más atento a las señales, el ciudadano formidable
propuesto para una medalla y un sepelio controlado. Los coches bajan de precio, salen a cuenta, se producen
y generan industria, puestos de trabajo para personas ocupadas y extremadamente competentes. Los coches están
a la que salta, última generación, la generación perdida, la degeneración más absoluta con sus complementos, equipados
con toda suerte de metáforas formales. ¡Ah!, es que son máquinas miserables que no tienen corazón. Si partiésemos
de ahí, de la base. Hay máquinas que tienen  corazón, como la cafetera, la lavadora tiene su corazón tan blanco,
la máquina grande que existe en la fábrica de papel, con sus rollos y sus rodillos gigantescos y descomunales batiendo
el cobre, también las impresoras,  máquinas que escriben y copian y recalcan,
máquinas que envasan al vacío algunos alimentos deprimentes, que también disfrutan de su corazón de oro,
su corazón de carne, su cuore invencible y animal, máquinas que son del dominio público, que fabrican bienes
de primera necesidad que no son automóviles, camiones con sus ruedas de repuesto
y sus ejes hipnóticos que transportan mercancías como trenes de juguete;
luego los robots con su inteligencia emocional artificial que tienen un gran corazón cosido en chapa,
modificado, articulado y casi sangrante y casi palpitante con su latido y todo que es un reloj y su tic-tac romántico
su aceitosa melancolía, sus manos fuertes capaces de arreglar la televisión, capaces de arreglar las cañerías,
hechas al cortocircuito como a la fuga catastrófica. Y el día que se acaba y los coches que siguen a lo suyo, a su paso
constante y acucioso. De vez en cuando ocurre un choque precisamente a causa de la premura y las leyes de la física,
tan inmutables como si fueran ciertas, como si fueran órdenes. La sangre, entonces, se hace cargo, y se escuchan
alaridos y tenues gemidos de los agonizantes, pero depende. La sangre siempre dice la verdad, aunque los médicos
traten de silenciarla o desviar la atención.

                Esta es la breve introducción al poema. Que trata del Amor.

En un tiempo no existía esta velocidad, este aspaviento cruel. Las muchachas festejaban y parecían nuevas sus bocas
al amor. Ese tiempo era hoy. Cuando ella fumaba su cigarro y el humo del hachís culebreaba y caracoleaba y se dejaba
de historias infectando el aire puro de la maquinaria celeste. El aire era tan puro y había que estudiarlo y que afectarlo
de algún modo soez. Los padres lo sabían y habían dejado de preocuparse. Azealia -o alguien que se le parecía
un rato- apuraba su primer crimen de la tarde, el polen discurría por su garganta afónica y le inspiraba canciones sin cuento,
sin tregua, sin concierto. La banda era un DJ acalambrado con barba de una semana y ojos de tres meses sin dormir bien.
El público se acercaba con tachuelas y fanfarrias y al ver a la Princesa se desmoralizaba, huía entre descalificaciones
y horribles insultos porque no había ido a verla a ella, no quería su belleza ni su especial categoría artística,
su ranking ni su zona bruta (que se extendía a través del bosque y los habitantes del bosque -qué callados-),
solo tenía interés por la música vehemente que surcaba los patios de vecindad como en tierra enemiga.
Esto es que el público, la gente se volvía medio loca al tener noción del canto tenebroso de la garganta
que soltaba perros de pelea, no querían ver las velas encenderse y provocar incendios intencionados a discreción,
preferían no volar por los aires, preferían la velocidad de sus cacharros automáticos con sus caballos nada sudorosos
de potencia, limpios y solo mínimamente engrasados para su funcionalidad y su energía. Y cuando comprobaban
en sus propios nervios que ella se sabía la letra de memoria no encontraban respuesta que ofrecer.

Suerte que Azealia -o aquella otra muchacha tan hermosa- paseaba en su carroza tirada por cuatro purasangres
que no resoplaban demasiado, se comportaban con extraordinaria educación, ni levantaban polvo ni echaban espuma
por la boca, mantenían un ritmo acompasado, armónico, castañuelas en los cascos, bien enjaezados, guapos,
y ella como una reina tras su velo gris. Porque luego ella iba caminando y detrás suyo un desfile de esperanza, una radio
que instigaba y producía beats de terciopelo, un motor más íntimo al que nadie adelantaba. Soberbia su dicción,
su arquitectura fónica; frases desertoras de un silencio adecuado realizaban el aire a su alrededor, silueteaban
el espacio entre una sombra y otra, entre la luz y el beso que volaba desnudo hacia la salvación.

La Princesa repetía un mantra informal, golpeaba sus labios contra la distancia. Su viaje terminaba cerca de una estrella,
pero seguía bailando. Bestias de carrocería infame acechaban sus pasos lánguidos, odiaban su victoria en la odisea final.
Y ella hacía escala en el Vaticano para conocer a dios, tomaba América por las solapas
y se moría en África como una niña enferma de calor. Ponía un pie en la Luna desde su banco sucio en Central Park.

Su corazón latía desbocado, máquina para el desguace sentimental, su pensamiento recorría raíces
hasta el centro de la tierra, alcanzaba la cruz de la galaxia donde las estrellas se rozan y acarician sus coronas de fuego,
sus manos rescataban patrias, alzaban bienes, quemaban las banderas de los padres fundadores,
repartían el pan entre los muertos. Su boca era una voz de tono trágico que anunciaba el retorno de la Historia
y se comía el mundo.




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