martes, 19 de agosto de 2014

país ajeno


Azealia visita la comarca. No en el cadillac del KRIT. Aquí no hay seres mitológicos, ni siquiera ornitorrincos.
Los bloques se suceden parecidos al gueto: escaleras de incendios. Se repiten las calles,
la noventa y uno, la noventa y dos. Las bandas
no están a la vista. Los chavales llevan sudaderas sin distintivo, tampoco fuman,
para vergüenza del vecindario. Esta música no es real. Azealia no es: ignoran su fusión temprana,
las características de su cabello.

Por la acera no hay quien compre. Pasan hombres meditabundos, mujeres adormiladas,
niños de vacaciones. El juego consiste en inventarse un medio de vida.
Ahora Statik mueve los hilos y ya se puede respirar: alivio colectivo.
Está sonando el trance y se reactiva el tráfico. La microeconomía del barrio observa un calentamiento microglobal.

Azealia para qué va a bailar. Si lleva en la sangre un brote de cólera.
Otras princesas necesitan un pintor de cámara, una legión de vates infernales, alguien al piano.
Ella tiene a su poeta. Y es bastante. Son tan fecundas las rimas, tan informales y clásicas como una sonata de Bach.

La temperatura del arpa es crucial en ese instante. AZ no fracasa. Ha venido a romper,
a deslizarse como en una tabla de snow por los tejados ardientes. El ajetreo es básico para romper el hielo.
Se presenta como una sola diva, ejecutiva, con un catálogo de artistas del rap,
productora esencial. En el aire ya se confabulan las ondas, la física coagula en marcos pegadizos; el papel
se ha borrado porque hay un escritor en la ciudad.

Nada de animales. Áreas de sombra interminables, lugares de descanso donde aparcar. El indio en su reserva,
el hobbit en su cueva acogedora. Las personas llevando flores de vez en cuando, llevando bolsas de plástico. Ni un jardín.
Estamos a la entrada del parque con la cámara. ¡Acción! AZ silba como Bacall y los ángeles se dan por aludidos
(son negros como el carbón). El jefe manda un emisario (por mandar) que, al parecer, ha salido de una alcantarilla.
Pregunta qué hay. Todo fluye. Todo en regla. La Princesa distribuye su encanto por los territorios.
Algún mohín y una carcajada serena: nadie quiere enojarla. Solo tantean su perfume, aspiran a contar con su apatía.

Ha pasado la tarde y la Luna escribe su epitafio antes de salir. Los motores
funcionan como programas de una suite, transportan sueños, también sueñan con pistas de vinilo. Azealia
consume más oxígeno que nunca y canta para internarse en un silencio que no ha parado de reír.
Incluso hay pájaros capaces de profetizar el avance del desierto para ella
que siempre encuentra un punto flaco por el que difundir su aliento, una rendija por donde echar a andar. 

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