martes, 25 de noviembre de 2014

comestible


Como el amor subió al estrado y quedó mudo.
No alcanzan las palabras a retocar el porche. Un grito barre la escalera, otro hace la comida,
medio susurro crea una estación de nieve. Los versos llegaron arruinados, cayéndose las tejas del tejado,
saltando en paracaídas las ventanas y el ojo de buey. Estoy en casa, exclamó el silencio aferrado a su dudoso estilo.

Templó el amor su espíritu y creó un recuerdo amistoso, secuencia general. La secuencia comenzaba
mal, terminaba en un pequeño apocalipsis, una masacre de bolsillo suave como el final de un western decadente,
otoñal. Los amantes pensaban con vehemencia cosas del otro, ambientaban su egoísmo triunfador,
coleccionaban argucias secretas por detrás de la sonrisa. La música era un testigo involuntario, algo de Ugly Heroes
para aleccionarse y reclamar una sesión de convicciones, la mar de ritmo. En el ambiente,
un sesgo indivisible de inocencia que no sabría describirse sin resultar dañado en su estructura, la proximidad
fatal del ente corruptor, materia o papel moneda, dinero en el banco.

Otro amor que tenía el dinero en doble fondo, asegurada su jubilación, clavado su futuro en el panel de anuncios, inscrito
en la publicidad de los tabloides, hecho a la medida del señor capital. Y conducía un coche con todo el equipo, un auto
en punto muerto que podía batir récords de velocidad e intransigencia; lo transportaba a lugares de paso, incógnitas
automáticamente despejadas, lugares vistos y no vistos, metáforas einstenianas y paisajes renderizados
a mayor nivel, a mayor gloria de su tecnología rota.

El verso se decía amor pero pensaba en algo comestible. Diseccionaba el sentimiento y lo oía croar
pidiendo ayuda y la emoción subía al cielo como un alma.

Concluyeron los sabios que las almas de los muertos eran como las almas de los vivos y la ovación fue unánime
del pueblo (incluidos varios moribundos). Echaron humo las chimeneas y las campanas repicaron al orden
o la felicidad. Luego dijo el poeta en voz bajísima que las almas contenían amor, se le ocurrió decirlo y lo soltó en presencia
de la crème de la crème, en ese baile suicida de presentación de las muchachas en flor, dijo: que dentro de ellas solía
protegerse el amor de la malicia. A lo que cuántos sacerdotes apoyaron la moción, se veían Tan Representados.

Tenía que llegar la policía en aquel momento justo de la revelación con sus esposas reglamentarias
que apresaron las muñecas finas del profeta agnóstico produciéndole llagas jesuíticas, visiones teresianas
doctrina Mao Zedong, sin fisura ideológica aparente; el poeta dispuesto al campesinado
comunal, harto de su independencia productiva. Ya profetizó la reencarnación, una justicia más allá. Y todos anduvieron
asustados, con el miedo en el cuerpo.

Nadie salvo ella poseía el conocimiento exacto del extremo sentimental, la cuestión lógica afectiva que se dirimía
entre cuatro paredes cada vez más juntas. En la angostura, ella superaba los márgenes con amplitud,
su dignidad no se veía alterada, ganaba su dinero honradamente, vestía con sencillez.
Su palabra era un protocolo, el evangelio según la vida de las plantas, según el karma comprensible de la roca.

Gargantas que chillan por los ojos, vierten el dolor que han visto sobre un papel arrugado, todo el amor que han visto
sobre un cajón de arena donde los niños juegan a matarse sin que les pese el alma todavía

Su voz dibuja el hilo, abre su boca al piano. Ella nunca se pierde. Nunca se habrá perdido cuando llegue el amor
y su horóscopo anuncie de nuevo una verdad por construir, un recuerdo sin fecha:
besos tan torpes, tan ciegos, tras alguna alambrada que aún no existe.




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