lunes, 3 de noviembre de 2014

la rage d'aimer


¿Por qué no basta la palabra? Si no basta la palabra. Tristes, tristes melodías. Voz, perdida voz.
El poeta interroga a su pluma encogida, desplumada y seca, seca. El poeta escribe, escribe por encargo sin límite de amor.
Su límite, el amor. Sin límite de amor, hasta que duela y sangre. Esta pequeña herida rabia por el costado;
si ha dolido ha sido por amor, ha sido amada (ha amado). La herida que dosifica sangre por la tarima encerada,
artificiosa, resbaladiza y tersa como un alba mural, qué aurora peregrina. Ha amanecido y la tinta
languidece en el papel sin nombre, vacío, en blanco el verso blanco. Su contenido hiere, sangra por la piel, pregunta,
¿ha llegado el amor?, o se ha perdido. Es que no ha amanecido, es que no ha amado.

Dulce Princesa de Francia. Hombros derechos, perlados, hombros morenos, morena y dulce Princesa. Donde
las torres tienen precio y los puentes son azules, gárgolas que se mueren antes de oír su nombre. El beso suele hacer
su recorrido sin decir adiós, sin contraer una promesa ni jurar en vano su enaltecimiento, en alas, en brazos, como si fuera
un soplo que ha nacido para morir sin alma. Ha traspasado una cordillera, un alud de montes Pirineos, fronteras como armas
blancas, líneas de guerra, orgullosos valles largos como ríos de angostura perfecta. Ha atravesado transparencias,
penetrado las oscuras simas, dilapidado noches al calor de una hoguera estelar. El beso ha trascendido su corazón de lobo,
su aspecto canino, su placebo, ha desencadenado un magma anestesiante a sangre y fuego. El ansia
ha dirimido su asombro otorgándole una seguridad, una piedad como jamás se había suplicado.

Joven Princesa, ojos maravillosos hechos de niebla e ignorada ternura, hechos de paz, declarados como una flor en llamas
al fin de la batalla. En flor los bellos ojos negros como lugares encantados, como castillos de nata, como en su nube
gris. Despacio, se ha coronado, ha cesado en su planta y su esperanza y ha conquistado el cielo.
Ha desangrado el cielo y nada importa, no importan ya los versos extendidos, los versos espiados, logrados a la luz.
Nada importa la voz que sumaba melancólicos acordes a su llanto, ni guardan ya relieve las rimas personales, el azaroso
vacío que creaba silencio con tanta ligereza. Ese derroche de ternura impregnado en la voz que salía en la lengua,
del idioma preciso, esa humedad tan revolucionaria dividida en sus zonas transitables, vehiculares, áureas.

No basta la palabra, no llega, no llena el trauma del silencio, el hueco enorme que causa la despiadada ausencia
de un sonido cortés. Enganchado a una canción, deshidratado siempre, al borde del colapso, con esa industria juvenil
acariciando sus sienes ya desnudas, plateadas,  aferrando su lápiz desmochado, harto de lanzas y aguijones. ¿Qué se ha
de decir?, ¿qué desmontar?, o contar, ¿qué escribir? sino la noche que desaparece como por arte y se anodina.
Bajo el mar, sobre el acantilado desarmar un puzzle construido sin poética, mecánicamente. Junto al mar, los árboles
muestran un sentido ínfimo y realmente sucio, no forman bosque ni pueden influir en la política, son insignificantes ramas
que acuden a un funeral de estado laico: ni siquiera se esfuerzan por creer en dios. El mar absorbe toda la fuerza
de la naturaleza, se domina a sí mismo en un estricto género literario que no admite pausa ni interrogación,
se revuelve contra los ascetas, contra la forma, quiere aire, un vuelo corto de sus olas gigantes.

Nada más, dulce Princesa, que unos ojos para ver el mar, solamente unos versos para escuchar el agua, un corazón
para besar al amor donde más le duela al amor, donde más rabia le dé
que más le duela.




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