domingo, 23 de noviembre de 2014

cuestión de amor


Cuando nadie podía oír su llanto y se hallaba tan sola como la imagen dentro del espejo, derramaba una lágrima vibrante.

La lujuria voceaba su engaño sistemático por las calles desiertas, entregadas al arte de la sombra, calles repletas
de gente maniatada, gente ladina, exótica por humana, que deseaba. Un deseo gigante como una lágrima
de cuerpo entero destacaba entre las multitudes, se erguía con su llama mística dispuesta a calcinar algunos corazones.
Cuánta felicidad pisoteada a cien metros de altura. Las ideas formando nubes apáticas de significado gris.

Entre tantas cosas buenas, el demonio vestido para un tenso funeral con su corbata roja aterrizando en la morada
del cielo. Así, se suceden los crímenes. Sucedían altercados, discusiones en el germen de una herida mayor.
Un robo, un soborno, un golpe. De golpe, las aceras masticaban sueños; los sueños que yacían exhaustos,
petrificados, remedo de una falsa realidad custodiada por ángeles bastardos, elegida entre infinidad de propuestas dramáticas.

El llanto era una llamada perdida, un número en el aire. La humedad arrojaba un porcentaje de hielo y las palabras
se debatían entonces entre la espada y el odio, entre la permanencia y el destino. Las calles se repetían todas
desde la soledad; un vacío palpable se adueñaba de extensiones sin límite, del pensamiento mismo,
y amenazaba con su bonanza ideal. El reconocimiento se había convertido en una cuestión de honor,
una manía poderosa, en una enfermedad del corazón.

Ella caminaba sin levantar suspicacias, sin levantar una nubecilla de polvo porque sus pies,
que no tocaban fondo, apenas se deslizaban un palmo sobre el suelo, ya fuera mármol, barro o madera noble,
ya carne y hueso, ansia de libertad. Su pureza reivindicativa, la sugestión de su figura acrisolada, perpetua. Entrando
en un portal de la avenida, llegando a casa para notar un libro entre sus manos, para escuchar un aria de silencio.
Un delicado soplo hacia la lluvia que tamizaba los cristales, se dedicaba a un juego
de equilibrios, aumentaba su cadencia con furtiva mesura.

Siempre hubo un jardín para su llanto, siempre las rosas pusieron de su parte. En el banco, ella leía una novela
eterna y las palomas sobrevolaban su aliento, describían formas sensibles en torno a sus antojos. Los personajes
creían en su gloria, las frases se redondeaban, desbordaban un talento innato. Resucitaba el mundo
y la muerte era una profesión vencida, un cuervo bendecido por la brisa que confesaba su último trayecto.

Keny caminaba despertando la devoción de los ángeles y el orgullo del tiempo omnipresente. Dios caía como un siglo
de mala fortuna sobre las inquietudes de la humanidad, aplastaba con su peso radiante todo intento de redención.
Pero ella producía un mosaico de luces encantadas que exhalaba justicia, conservaba la inocencia del primer beso
grabada en la mejilla, llevaba el sello humilde de la esperanza esculpido en la frente.
Exclamaba: ¡Venid, llegaremos muy alto, tocaremos la piel de las estrellas! Y la hierba recuperaba el ánimo,
los árboles aireaban su extenso catálogo de preocupaciones, los chicos dejaban de dañarse por un gramo de felicidad.

Cuando la ciudad soñaba con la pequeña muerte de los pájaros, ella derramaba una lágrima
que era bastante para detener el giro de la tierra.




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