lunes, 17 de noviembre de 2014

diez


Vamos a volar. Dijo. Vamos. Sus pies no tocaban la alfombra roja. En el sueño. En el poema.

El verso era azul como el azul del cielo, era una altura, vertical en su tamaño que ascendía sin miramientos,
se almacenaba en torres azotadas por el agua, rimaba con la luna.
Las palabras significaban su nombre (después de ser palabras de amor), después de la contienda con su estilo,
su carga semántica o su losa intelectual. Frases que podían incluir una declaración profética, airear el secreto
de la felicidad, esta forma de vivir sin esperanza. Buda en el corazón. El zen en la metáfora, duro contrincante,
insultando la escritura, esparciendo entre líneas modelos indecentes. He ahí el brillo
personal del arte, que se resiste a darse por vencido.

Keny volaba hacia algún lugar fuera del mapa de los sueños. No hacia España, que parecía un mantel puesto deprisa
sobre el agua, tendido como un capote, entregado a su acción romántica y violenta.

Francia por encima del mundo, arrinconando a las lenguas extranjeras con su impecable savoir faire. Indubitable-
mente. Desesperadamente. Los versos se pronunciaban a su ritmo y en ellos latía la voluntad de ser, la voluntad de practicar
una escena de amor con su decorado austero (solo una alfombra en mitad de la nada),
su vacío universal para regocijo de los espectadores entendidos; nada que ver con La Tierra de la Decoración y sus ventiscas
y sus acontecimientos sobrenaturales, poco que ver con dios y su almoneda gigante. Resulta que ella -tan dulce- 
sabía obrar milagros espantosos, cometía atrocidades mágicas con fruición no exenta de malicioso encanto.
               
                Fuera del verso, distintas personalidades, como la de cantante de éxito.
                O la de chica 10.

Canciones que no guardaban relación con el poema largo y arrollador, siempre el mismo.
Siempre la misma canción inalterable, seguida, segura. El poema era tan vasto que negociaba el pálpito de las estrellas
mientras subía al tren una noche de invierno. Estudiaba la verdad de Lao-Tsé como si fuese cierta
(¡oh sacrilegio!), de nuevo se alocaba en una cuarta estrofa, se oscurecía según las circunstancias. No soportaba el sol.

Al mediodía, Keny tomaba un tren de cercanías para acercarse a casa, que era un palacio adonde no llegaban
los postes de la luz, ni el cartero tampoco. Así que el poeta enviaba sus paquetes de ingenuos versos encuadernados
al límite a una dirección desconocida en el tiempo. Así que la penúltima balada no tenía en cuenta el eco
lírico, la sinrazón, el andamiaje estético de la soledad. El poema, en su insolvencia, su invisibilidad, era de nadie,
nadie se humedecía el dedo corazón para pasar las páginas, que ya andaban rotas por el mundo,
nadie aclaraba sus lentes para indagar en el misterio más inimitable.
Ya se veían las torres, la del homenaje, la torre central, Eiffel, la torre sustituta de las torres gemelas de NY con su espléndida
espina dorsal de acero redoblado, el minarete dispuesto a la canalización del rito, todos los torreones de un castillo de arena
y la Torre de Londres y la Torre de Pisa ya puesta del derecho, todas juntas en un palacio andrógino;
una puerta para que entrase ella con su bandera roja que ondearía luego en lo más alto.

El jilguero era el de otro cuento, el que cantaba rápido y pretendía el pecho de una flor. En el pelo
Keny no lucía una flor por no incordiar a la naturaleza, por no dejarse ver con ese atuendo chocante, con su mejor acento
en sexta sílaba y unas sandalias blancas.
Los besos detenían sus ráfagas al vuelo, frenaban en auténtico silencio como al final de una fábula increíble,
coleccionaban dudas sobre la luz, certezas sobre la forma del viento. Era su servidumbre hacia la piel,
la esclavitud perfecta de su tacto, esa necesidad de ser notados. Ella sentía el amor como un proverbio, como algo ausente
y sin embargo cierto, como una máquina de hacer realidad los sueños hasta el cero absoluto de la historia.




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