viernes, 2 de octubre de 2015

dulce memoria huérfana de amor


Keny ha salido, no
del cine, no
detrás de un verso. No. Un verso que obsesiona, es ritmo y nada entre dos letras,
entre dos lenguas
idénticas. Nadie piensa en el poeta que recorre la ciudad, sus vías muertas, sus andenes,
la longitud total de su columna. Las piernas de la ciudad se extienden
bajo el suelo, se extraen de él. Los labios de la ciudad
muerden.

Hay boca:
del metro, del hambre, del sol. Qué nimiedad esta perforación intrincada
y todo para llegar igualmente tarde. Keny reduce su búsqueda a un millar de grupos de objetos semejantes;
tararea, bombardea un nido con sus manos vacías; ah, el amor le ha susurrado una página
entera de pesares al oído. El amor es un magnate del petróleo
en horas bajas que viste con solemnidad y especula con las leyes del olvido (con el aire, cualquier
cosa sin valor). El amor ha prologado la última novela: punto final.

No tiene poema que mostrarle al espejo
-el poeta-, parece que sí, pero no tiene; se mira intensamente y lo que ve le llena de temor,
una idea que se abre paso a codazos (sobre el tiempo). La poesía
fracasa siempre por culpa de la hierba, tan ejemplar, fragante, lejana;
en este asfalto la hierba viste estrafalaria, pica, no motiva lo suficiente,
es un producto caro. Aunque el poeta la necesite
para surcar y modelarse como un trozo de realidad latente
(y cortejar a Keny en las antípodas).

El cortejo es un chasco sin estilo, otra decepción. Ella -menos mal-
se decepciona en francés, es más fácil no entender su cólera, no añadir líneas al drama (¿o eran ceros?).
Está muy guapa con ese pequeño mohín apercibido, esa justicia
secreta que imparten sus rodillas
de tal modo fugaz.

Quedan confinados los poemas en una dirección del pensamiento
-en el mejor de los casos-, como una cajita de música
hecha del mismo fuego, una invención estival. Llegará la primavera
y el espejo dejará ver la invencible montaña de los ángeles, su clase de poder, el volcán
que ruge en las tinieblas. Ella vendrá, su corazón saldrá a recitar el alma
como quien prueba esta palabra dulce, luego aquella, una cascada de rimas encadenada al silencio.




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