lunes, 26 de octubre de 2015

la poesía parece mentira



Parece mentira que a la plaza (norte del pensamiento) acuda este tránsito moderno,
esta profanación de los sentidos. Su vestido llena un círculo de propiedades, algo como mirar a ver desde lo alto,
tolerar un país extraño como propio y hacer borrón y cuenta nueva
del futuro. Algo como sentir la fuerza de la altura, su potencial extremo. Es que la altitud
acelera el pensamiento y decide por uno la extensión del salto, su tiempo de vuelo. Hay que tomar nota,
es urgente nivelar la forma que está tomando el día, como desaprovechado,
y tropezarse un poco con la puta acera en la que crecerá la hierba cuando todo haya terminado de una vez. Y la música.
Sirva de colofón exacto a una sobredosis de mercadotecnia. Es contra la publicidad que dispara
sus dardos el poeta. Aquel arrinconado en el ángulo más corto de la historia, sujeto a sus cadenas
literarias, a su romanticismo y sus divinas momias del edén.

Ella tomaba un valor nulo entre el bullicio, la vorágine enferma de los autobuses
y las limusinas, los taxis baratos conducidos por príncipes en el exilio. La peatonalidad que el poeta describía
con tintes surrealistas, monográficos, suscitaba controversias hacia la esquizofrenia, podría haberse elevado
sobre la ciudad con levedad magnífica, pero se arrastraba o deslizaba
su cuerpo multitudinario con inusitada pesadez de peso muerto.

El poema suponía un martirio controlado; se reabrían las brechas a cada verso vulgar, malo
y cocido en su caldo de poca enjundia y pobre salsa, disminuido por la crítica a lo sumo enunciada,
descartado por el folletín a causa de su endeblez de ingenio y su falsa prosapia,
su prosodia infantil. Verso con ficha policial, retratado en el aire a cara o cruz, identificado sin duda en la rueda
de reconocimiento, físicamente débil. Oh, pero ella lo sufría, vaticinaba un encuentro cerca de la noche, cerca
del parque central, donde las calles burlan su caída y el peregrinaje se vuelve más sutil o más certero, el sonido
claro de las palabras acuciantes honra el silencio.

Un jilguero gemía, un gatito en el árbol, un tranvía a deshora. Límites perversos del espacio. Luces
blancas atiborrándose de sombras, el león de la Metro justo antes de perder el último tren. Un paseo por el agua del estanque,
fresca magia encogida en la palma de la mano, dominándolo todo sin oraciones.
Escenario para la libre representación del éxito, la matemática dulce
de sus párpados silabeando a una ceguera y media por segundo. El seco espasmo de la soledad después de la contienda,
los ojos en sus marcas, veloces como púas de guitarra. El poema fingía un hecho extraordinario,
quimérico e innatural: la multiplicación de los espejos, la mutilación del viento, brazo a brazo. Los versos
se ordenaban en canciones y su trama despedía un violento enjambre de motivos, estilo y depravaciones por igual.

La chica-milagro que vivía con un martini en la mano, un camel sin filtro entre los labios: y esa es la felicidad.
Luego, los coches, las escaleras de incendios, la fuerza antieconómica de la generosidad social, el socialismo
en un solo cartón para la cena, las espinas del pescado y las tiernas de la rosa
dificultando un reparto estético. Arte a cuatro patas por debajo de la puerta del museo, un reptil
de los atroces, de los que miran al sol incluso en la montaña. Ella y su dedo índice, su materia solar, su infancia.
Su amor, oh, tibio como una estrella desolada.  




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