lunes, 19 de octubre de 2015

primer milagro


El muro, la roca que protege, desde la que puede dibujarse el mar,
se puede ver un largo camino hacia la montaña, la llanura harta de tamaño, no el bosque.

El bosque es un parque desleído, no desarbolado, destinado al consumo de la naturaleza; el detalle del bosque
es la esperanza, no el trabajo. Por los senderos iguales igual pasa la chica-milagro
(hacia la montaña no). En el parque hay fuentes medicinales donde rezan los niños,
nadie juega. En el bosque, sin embargo, juegan las ardillas
y otros roedores minúsculos y en el suelo cubierto de hojas no suele haber sangre derramada.

De noche los ruidos del parque son detonaciones. Pero los ruidos del bosque son el trueno
y el árbol derribado por el trueno, que no suena hasta que vuelan los pájaros deprimidos, desahuciados. El cazador
conoce el bosque de oídas, de pasada; de largo lo conoce mejor la chica-milagro (que nunca ha estado allí):
cómo recorre las veredas intrincadas, cómo lucha con la brújula del tiempo,
que siempre marca el sur y el horizonte.

En el parque el milagro se hacía de rogar; el chico vomitaba bilis entre convulsiones, solo. Dos que andaban
con navajas y rostros preocupados, serios, lo dejaron en paz. Un perro vagabundo olisqueaba los restos de la última
cena con apetito. La espera, pues, era la antítesis del divino mazazo obrado con cautela por el ángel;
así que el ángel había descendido de su altísima torre, nube blanca con forma
de roca protectora o cielo dividido, para oficiar un rito, evacuar una consulta, emitir un informe
en letra comic sans, había despertado de su enojo con la competencia.

Ella llegaba y sus ojos despedían raíces, ramas o ramitas, hojas de arce canadiense y muñecos de nieve,
sus ojos eran vórtices trucados; caminaba al ritmo de las novias, con su prieta
cadencia y su arrebato febril, de orfebre sentimental, ¡oh, esa dedicación!, ese desánimo. Tenía el alma
olvidada un poco bajo una sábana (el espíritu no).

Llena de espíritu se acercó entonces al muchacho perdido y el ángel reconoció su derrota
porque eran turbias sus intenciones, eran poéticas y horribles. La chica-milagro arriesgó su doctrina, su doctorado
en artes aplicadas y besó la mitad de un espejo que yacía en el terreno sucio, sobre el barro
espeso y contagioso y las ardillas miraban como testigos, y desde la roca
nadie. El chico se levantó de un salto, gritó, giró, barrió el instante con la mirada fuera de sí.

Ella cantaba, pero ya estaba lejos del relato, también lejos del aire que respiraba la hierba
y los jilgueros creían su alimento.




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