miércoles, 18 de septiembre de 2019

el arte surge de la exposición prolongada de las almas a la luz natural de la belleza


Destiny observa un cuadro desde la lejanía
de sus miles de años de edad, desdeña la retórica del especialista,
enarca una ceja, sacude las alas, retiene un cañón de espacio en su memoria.

Antes se escribían miles de palabras al respecto. La pintura
era empapelada, descascarillada, hormigonada con miles de palabras
comprometidas con la sabiduría y el escudo de la facultad. Ahora hay un traductor
simultáneo que depura la hemorragia
histórica y consigue formas comprensibles.

Ah, la verdad es terriblemente complicada –dijo el mentiroso compulsivo. Destiny se frota
el talón de Aquiles, conversa consigo misma vía espejo, vía
láctea, vía oracular.

Resulta que Alycia es un personaje
interactivo, lo mismo congenia con una gólem neoyorquina que asesora a un viral sobre
aritmética viral o gramática parda; lo mismo se asoma a un agujero de gusano
que aplasta a un gusano con la suela inmaculada de su zapato de charol.

Mirar un cuadro es reconocerse en la mirada, meterse el cuadro por los ojos,
distanciarse del pensamiento y recelar.

La fotografía tiene todas las de perder. El árbol, la pared, el edificio
hopperiano, exigen la rudeza del pincel frente a la economía del flash. Objetos
abonados a la hiperrealidad y sus apariciones, objetos
redundantes, bien pensados.

Destiny ha visto la luz, la pintura resbala
por sus pupilas de marioneta, qué luz de luna estruja su espíritu de conquista; es un cuadro
que habla del futuro con miles de palabras: es tan extraño.



Destiny

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