miércoles, 27 de noviembre de 2019

desamordazada


Un milagro, ella
obró el milagro y se perdió la luz, las alhajas, la corona y el vestido de organdí;  
obró un prodigio metafísico y se vio transfigurada
al cuarto oscuro de la fértil realidad, una Avenida prosaica de longitud
viable, una grieta en el espacio.

Coches aparcados, abiertos como en TWD, una versión
extendida de Ama Lou sonando a todo volumen en el asiento delantero de un monovolumen,
perros voluminosos o sus aguerridas sombras; el ensayo de la noche
eterna, la sirena urticante sonando a todo volumen desde los minaretes de las fábricas
desorientadas, obreros o sus sombras custodiando la producción en cadena, soportando cadenas y grilletes,
el trago de la segunda oportunidad.

             Este es el futuro extraterrestre,
             la Rosalera del mañana, el ámbito colegiado sin colegio ni hospital, el parque
             temático que vendrá.

Lleno de sentimientos como si dijera
adiós de una forma melódica y sincera, arbitraria, el milagro consiste, existe –un ligero despiste–,
aporta una serie de metódicas desgracias, entra de lleno en el cercado
sentimental y sus raíces, su origen, su orden enigmático.

Extravió el charol infantil de su mirada y perdió el compás; pisaba la raya,
pisaba los rayos de la tempestad, recogía el diluvio en sus pestañas y la roca rayaba su lengua de diamante.

Primero fue el espíritu, algo inicial y preciso, algo que no había que perderse,
luego fue el cuerpo dejándose ir hacia el eco fibroso de la ausencia, el vacío de sonido,
aquellas máquinas inútiles, medios improductivos, fuente de sudor retórico, el ciclo absoluto
de la clase media despeñándose –qué aplauso, qué asombro– por el loco
abismo de una infinita quietud. Por último, fue la palabra
la que apagó la luz al salir;
y salió a relucir. Inshallah.


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