sábado, 19 de enero de 2013

revolucionaria


Algunos aún acudían a las fábricas,
acudían a las oficinas y a las tiendas con el ánimo austero
de los náufragos para hallarlas inhabitadas, solas,
para hallarse solos de una manera fácil, ordinaria,
sin apelar a la rutina gris del infortunio.

Todavía no habían ofrecido las sirenas su último concierto,
cuando, por pura maldad, grupos salvajes profanaban las tumbas
y asaltaban escuelas estancadas en el máximo silencio
(violentos gangs rociaban de balas los parques infantiles,
donde las alimañas habían instaurado su república golosa).

Un secreto a voces se elevaba insultante sobre las gruesas nubes
que amenazaban con dolorosos partos de nieve;
el frío maquinaba su descenso a la tierra.

Algunas familias aún rezaban unidas bajo la musculatura pétrea de las catedrales,
como si su impulso gótico pudiera ser un arma contra los dragones
que el huracán formaba entre las calles vacías.

El hielo disponía su goteo profético, atisbaba su gloria intolerable.
Gente corriente quemaba neumáticos por las esquinas
y la ceniza impregnaba los besos extraviados de una pátina hostil.

La atmósfera no perdonaba un solo desaliento, se abatía constante,
revolucionaria, doblegando espaldas misericordiosas, brazos honestos,
frentes colmadas de una remota ingenuidad.

Solemnemente, discurría el tiempo, en bruto,
olvidando propiciar acontecimientos válidos,
silbando su egoísmo taciturno.

Todos tenían hambre. Todos satisfacían un miedo voraz.

Como cascos azules,
todos estaban preparados para instruir la paz con argumentos de hierro.

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