lunes, 25 de febrero de 2013

apostolado


Doce lobos asisten al sublime escarceo,
la función estoica y gratuita
de aforo limitado bajo la luz canalla de la luna
(un resplandor fiscal);
gruñen bastante y muestran
los dientes en hilera, dueños de una ferocidad cobarde.

Babeando, los amantes retuercen sus figuras;
refuerzan sus diabluras habiéndose
perdido para el mundo,
que gira
y rota,
que gira roto y revienta

(como)

el lanzamiento de una pelota de béisbol (en efecto)
con efecto profundo y retroceso acusado.

El golpe se da en la cara oculta.
Un lobo salta por encima del aire
y los demás aplauden en combativo silencio,
ovacionan la escena que anticipa episodios sangrientos,
el diamante colorido de la fiesta, la perpetua
ilusión de una infancia convocada al fracaso.

La mujer es hermosa por defecto; por imperativo moral
cimbrea su cintura y recibe músculo,
un camino de curvas.
En el rostro del ángel, en su lívido rostro, renace el acné
primaveral y tan corriente como una
situación comprometida.

Doce lobos se relamen sin pensar en nada
-su tranquilidad amenazante-,
miran a degüello, a flor de piel,
con los ojos inyectados en algo parecido al miedo.

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