jueves, 14 de marzo de 2013

por fin, la mirada de un hombre tranquilo


Su mirada se ajustaba a la ley que permite la vida, no a la que expide
salvoconductos sellados con murallas de odio. Era la mirada de un hombre,
por fin, el signo fehaciente de la humanidad, ajeno a toda intención
de codicia, desprovisto de intereses bastardos o legítimos,
una mirada inocente. Por fin, la mirada de un hombre sin patria
que, sin embargo, conoce la tragedia perpetua de su historia,
un claro de luna en cada retina, el abrazo que pasa rozando la piel
y se detiene a unos milímetros del calor, la mano que muestra su palma
encallecida, trabajadora y resistente, ¡ah!, el simple brazo del obrero,
aquel que no rechaza el contacto del sudor, su lealtad brillante,
su esfuerzo concienzudo y constructivo, la fortaleza que edifica una mirada
limpia en su ingenuidad increíble, en su romántica belleza y más
allá del atlas primordial de la hermosura.

Su mirada era un sinfín, un camino violeta, una senda profunda y desterrada
que conducía, serenamente, al particular espacio de los árboles
o a su interior alzado en mariposas, serio e infinito, rindiendo aire
en llamaradas alegres, solicitando aire para la creación del teorema,
del mito. Era, mirando, un dios algo cobarde de sí mismo, de los que no exigen
altas oraciones y ni siquiera evalúan el peso de las almas.

Ella sintió el cariño instantáneo, el oleaje, el tacto irrepetible de su aliento profético
y respiró aliviada, y suspiró confusa ante semejante declaración de afecto,
ante ese recital de buenos modales, esa educación antigua,
y recordó la luna del espejo, aquella de su casa, en su habitación cerrada,
aquella luna que siempre devolvía un rayo de esperanza,
que desataba el reflejo de una sonrisa frente a las primeras lágrimas vertidas
con el nuevo día y trasladaba a los labios la brillantez insólita de las tinieblas,
la sombra deletreada por una boca armada de finísimas perlas.

¡Oh!, y se descubrió verificando el tedio familiar, caliente y pegajoso,
tan insípido y a la vez tan valiente, válido, insustituible, insuperable
en su baldío atuendo comercial, su gratuidad reñida con el oficio urgente
del ubicuo funcionario de prisiones, su establecimiento amable.
Pues la mirada de aquel hombre tranquilo, como una lengua -y no de fuego- recorría
su ancha y prematura frente, humedeciendo la carne templada y vigorosa,
resaltando los pómulos con la ambición debida a su tierno esplendor,
desanudando la magnitud global de las mejillas con lentitud ascética
y asimismo vigilante, vibrando como un instrumento lírico al ritmo contagioso de su acento.

Pero se dio la vuelta y ya escondía la risa maravillosa que le caía muy amplia
desde los propios ojos -en vano destinados al llanto-, y un poco respondía a su impulso
gracioso retratándose amena, dispuesta a la victoria
y enseguida, por cierto, acostumbrada al triunfo. Fue así que celebró la eucaristía,
mientras su voluntario espectador se concentraba a un paso de ballet
del breve mecanismo de su talle.

2 comentarios:

  1. Hombre, mujer... poesía en la mirada.

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  2. Supongo que hay muchas personas, hombres y mujeres, que no encuentran en su día a día demasiadas miradas realmente amables. En especial, pensaba en los extranjeros, en las personas de otros países que no entienden bien nuestros idiomas y se ven aislados en cierta medida: una mirada amable puede contribuir a romper ese aislamiento. Y es algo no cuesta nada ofrecer.

    Muchas gracias por venir, Emma, y un abrazo.

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