viernes, 1 de enero de 2016

checkpoint


No hay salida, solo millas, kilómetros de jungla. Sintetizar se impone, ya no se cobran pagas
extras (donde nunca se cobró el jornal). Los bloques transpiran el sudor de sus ocupantes
que cala las fachadas, se ondula y nubla la vista como una ola de calor. A ras, estratos como naves espaciales,
planos de un futuro desechable. El misterio de la felicidad infantil arropado
en el infierno por un ala de crow, colmado de regalos de navidad: trenes eléctricos y maquetas personalizadas
con sus propios barracones, su checkpoint. La salida es tragar espacio como un tragador de sables, de fuego,
como un dragón inmortal. Jordan lo sabe y enciende un pitillo sin estornudar,
racanea el tabaco y el hachís, la hierba deportiva que abrasa los pulmones.

En la basura hay de todo, ratas asustadas que pueden contagiarte su ferocidad, pequeñas personas
ocultas tiznadas de hollín que a saber de qué fábrica cerrada, de qué lumbre. Las máquinas fueron clausuradas en masa
por una suerte de sacerdotes del capital que actuaban en comandos
invisibles, arcanos. Al principio los disturbios colapsaron el centro de la ciudad,
solo se adecentaron cuando dios tomó cartas en el asunto. Todos los obreros
vestidos de domingo para recibir a dios, y nada. No bajó. Proliferaron entonces
jóvenes milagrosas, encantadoramente ajenas e incluso desarmadas
que recitaban poemas y volvían locos a los hombres. Chicas investidas de responsabilidades, poder y cercanía
constantes, que pasaron a ocuparse de la justicia (y la paz).

Tampoco es que ocurriese así. Las fábricas cerraron sus cadenas y se trasladaron, primero al sur,
luego al este huyendo de la quema. Los novios se vieron obligados a aplazar sus planes de boda. Los artistas
se vieron forzados a posponer su obra maestra. Los poetas se vieron. El poema fue pintado en la pared por un artista serio;
Jordan aprendía a toda prisa, memorizaba listas como números de teléfono; dotada para el teatro,
teatralizaba, declamaba una tragedia tras otra, excelente comediante, sin máscara,
a cara descubierta su voz prorrumpía en aplausos, escarbaba la tierra árida, dura de las fosas, hurgaba en el interior
profundo de las mentes más desordenadas como un juez de instrucción.

¡Ella juzgaba la fortaleza de los trabajadores!, su disposición hacia la catástrofe del pleno empleo
o las remuneraciones en especie, su franqueza al ser interrogados. Ah, pero todo era un sueño en la soledad del parque:
las pandillas que esperaban a que anocheciera, los coches incinerados al fondo de la postal suicida,
sucia robada en el kiosco. Luces navideñas
frente a la extraña luz de la discordia, el resplandor de la pobreza vista de cerca, al microscopio,
la sociedad dorada y su espasmo colectivo, el producto social adelgazado convenientemente hasta la infamia;
un milagro pendiente y una revolución en el desván, en el ángulo ciego de la flaqueza humana.





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