miércoles, 26 de junio de 2019

leer un libro, mirar un cuadro, matar por una flor


Leer un canto rodado, leerse la noche hasta caer dormido,
como en un libro abierto por la página 100. Al llegar a la página
666 algo se estremece; es mejor no leer libros tan extensos, es preferible
descontarse leyendo algún letrero iconoclasta, algún reclamo judicial, incluso alguna marca
de refresco.

Leemos algo triste, como en el colegio,
arrimamos el ascua a la obra maestra, cooperamos con nuestr@s herman@s en las letras,
sisters with voices. Hay un libro abierto por la página 665, cerca de condenarse; el poema ha llegado
a su anticlímax precisamente ahora
que se lee despacio y se recita con tradicional mesura (se atraganta). También un gato
reclama su cuota de protagonismo literario (se mete en una caja y a saber).

Las chicas rebañan el plato con unas bases explosivas, son DJ’s a la deriva,
espíritus en alza, son las comandantes del invernadero, gente
fija e irreconciliable, capaces de matar por una flor.

Suena el hop. Borrachos y pasteles de cumpleaños que nunca llegarán a su destinatario; los restos
de un pastel de cumpleaños han salido en la contraportada del último
fanzine crepuscular. El hop acelera su infortunio, regala la finura de un revoloteo,
suda su cláusula como una enredadera.

Incluso en el centro penitenciario se llega a la página 600. Se formula un recurso
comedido. En la cárcel se vive de lujo, las balas pierden fuerza al cruzar el patio, ese estudio panóptico de la realidad
confunde a los extraños. Tenemos una biblioteca
intachable, contamos con Chabon y con Roth y un húmedo rincón para el espejo. Velamos
nuestras armas con la estupefacción trazada en la pizarra
olímpica del aula magna. Si la página manda, se para de leer; si se acerca
a ese número, se paran los relojes del infierno.



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