domingo, 1 de marzo de 2015

pirámides


Keny sabe que el amor es un verso desmentido, un verbo de juguete que apenas da paso a un sosiego elocuente.
Sobre el mapa, una mancha de petróleo se extiende para empapar el mar, también el alba. En este mapa de auroras,
la galaxia debuta con un vestido largo, despreocupada como un billón de estrellas en marcha,
un billón de agujeros negros enlazando sus manos graves contra la vergüenza, desfilando para derribar el obelisco.

Keny dice que el amor es una cueva excavada en el deseo, tallada por los místicos a golpe de misterio. El contexto
importa a la hora de elegir la palabra difícil, el mensaje dictado ante el espejo, la despedida que anula la felicidad.
El contexto de un beso es un brillar de labios, un surco de planetas por el cielo asolado, es un baile de labios
desunidos. En el amor, el verbo juega a la ruleta con las almas, seduce, deduce, se reduce a un percance,
un vuelo sin motor.

Los versos se descuidan y miran a lo lejos, olvidan su redondo acontecer, los acontecimientos inmediatos
que regulan sus vidas dentro del poema y, como tienen ojos, descubren la voluntad de una mirada oculta, arreglan este mundo
con un terremoto de párpados, abrazan el desaire como una bendición. En el destierro, fuera del papel,
evitan el sonido de su respiración, son pura energía, puro cosmos deshaciéndose
en pirámides de oro. Keny dice que otros versos podrían acabar con el hambre en la tierra, con las guerras y la servidumbre,
pero todavía no han sido descifrados. Están los signos en el firmamento como estrellas fugaces, como estrellas hambrientas
de humanidad. ¡Oh!, la conciencia representa un fin último, la desesperación de dios.

Hubo un momento en el que desaparecieron las señales y nació la música. La primera melodía fue dramática,
como saben los artistas. Así como el primer verso fue un grito, y no en mitad de la noche. Y el primer libro fue escrito
por el tiempo en la corteza del árbol del paraíso. Todo ritmo sincopado supone un invento posterior, otro intervalo,
solo miles de millones de años atrás en algún lugar del universo, en algún otro universo forjado en la burbuja inflacionaria.
Ahora el infinito se presenta con toda su constancia y toda su inclusiva persuasión.

Keny trabaja en el árbol de la gloria, camina despacio por las avenidas de la ciudad sin nombre, no se pierde
un estreno, ni desnuda otra rosa que no sea la rosa más preciada, la más clara. Ha escalado de patria, ha subido
de golpe al nivel de los ángeles y ha aprendido su lengua liberada, alada como un potro, tan útil para escuchar
la risa de la luna, para dilucidar el valor de un precipicio.

Una débil, mansa eternidad se aloja entre la espuma del océano. Nadie lo sabe, pero ella, que ha mirado a la cara del odio
y ha construido con sus dedos un milagro tras otro, conoce la frecuencia de las olas y ha contado la arena de la playa,
desde el cuarzo sin traza al diamante incrustado en la memoria del agua. Ella tiene la llave
de las nubes y sabe cuántas vueltas hay que darle al viento para cubrir de fuego la montaña. 


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