martes, 2 de junio de 2015

clase de literatura


Obscena literatura. Como todo saber. Envilecen los niños descubriendo a los clásicos. Los profesores
tientan sus vestiduras, se tienen, explican materias abstractas con lascivo interés: saben de lo que hablan.
Superan permanentes reválidas. El maestro lee un libro voluminoso, un tronco, tanque libresco
fenomenal que debe contener multitud de expresiones modernas, un radio terrestre de fantasías animadas;
su concentración adquiere proporciones míticas o de examen de final de carrera, una tesis por barba, su expresión
es filosófica, filial, no filantrópica, absorta en el odio hacia el género humano y su mediocridad.

Crítica y acción. Colocar un verbo y esperar las consecuencias: a esto se reduce el canon literario. Exégesis diversas
tendrán lugar, su lugar en el mausoleo de las apariciones, su vacante en alguna estantería.
Los chicos redimen sus novelas con sorda perfección, perfeccionan su histeria e incluso se enamoran para dar
mayor realismo a sus débiles personajes, diálogos y silencios. Emplean el silencio como un arma de autor,
desconocen la propiedad de una palabra enterrada, omitida, sacada a rastras del pensamiento y el canto.

El amor es un trance: da que hablar, de qué escribir. Se cuentan por millones los opúsculos, los libretos
tácitos y no tanto, las vicisitudes del pobre hombre, la muchacha especial con su cabello de orden mágico local,
la transición no violenta hacia el abandono o el hielo. Desesperarse en una jugada comparable al enroque, la apertura
de las hostilidades da juego. La vida es un monopolio real, con su cárcel integrada y sus moteles de carretera
llenos de lamparones y miseria envasada al vacío. La policía llega y dispara, los automóviles chocan
y la lluvia empapa camisetas y carteles, periódicos y lunas.

Otra chica oriental lee sentada en una posición de yoga difícil de imitar. Su belleza culturiza las páginas,
trasciende y se convierte en una modificación teórica del arte; se supone que aborda una obra tremenda, poco abundante,
de una ingenuidad fuera de lo común, es decir, genial. Su belleza disloca las metáforas y crea metafísica entre líneas
donde apenas florecía una pérfida contracción del ego, otro misterio para diletantes lectores impulsivos.
El arte, de ese modo, subyace y es sustituido por una integración modélica harta de párpados e iris,
revoltosas mejillas, rodillas exigentes. Las piernas de la chica se despliegan como alas,
fortalecen su encanto a través de la consagración romántica y el protagonismo.

La crítica se tuerce cuando intenta retomar el hilo, hilvanarse. La crítica es un coche de caballos enfrentado a un bólido
espacial que adelanta por el centro del carril, se ve destartalada, mira a la estratosfera, donde suelen ocurrir
milagros y explosiones, pero no ve la luz. La luz se ha construido a dos- tres frases terminales de distancia,
ha salpicado perdón en un plato de olvido. Se propone iluminar el mundo desde un papel mojado,
su atalaya. El cuaderno se ha vuelto competente, ya no parece el mismo que ocultaba faltas de ortografía y esqueletos,
ahora ha ascendido al poema y sus fuerzas resplandecen como un ejército de ruiseñores, su rojo vestido palpitante
promete la resurrección, un alma entera para fin de año. Todo se escribe de rigurosa actualidad;
el verso de mañana dice que no hay amor, pero hace frío afuera. Y el frío dice siempre la verdad.



Jadyn Wong

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