jueves, 25 de junio de 2015

guerra y paz


Largo camino largo, largo para sus pies de aguja, largo para soñar.
Expulsados, arrojados al frío desde la noche de los tiempos; los niños a la espalda, el niño con su hatillo,
Huckleberry Finn con la sonrisa por el aire, lejos de él, ajena como un gato o una nube. Algo que no faltaba
era el trabajo, andar y trabajar, trabajar en el descanso, el exilio es una jornada permanente, veinticuatro horas sin sueldo
ni descanso: a trabajar en el descanso, trabajar mientras se duerme en el duro suelo de la estación, en el suelo
helado del bosque, lejos de las civilizaciones y sus tazas de té caliente, lejos del humo de los cigarros, del humo
delator de las fogatas. El niño aprende su destajo, aprende de sus padres
que no comen ni una vez al día, que ayunan y se desmejoran, roban a veces alguna fruta, algún melón amargo,
hurtan un poco de arroz, un pedazo de pan negro, se disputan los restos con los perros salvajes.

El camino es un destierro, oscuro como todos los desahucios, un desamparo total, sin reloj y sin mesa camilla,
sin camastro ni jergón, casi sin sol, sin ton ni son, arbitrario como solo puede serlo un desalojo, el desarrollo de una nube
ajena que acaba cayéndote del cielo. Las chinches, los piojos, compañeros de viaje; los viejos camaradas
que no se tienen de pie y recuerdan el color de su bandera, las bellas herramientas, sus familias llenas de hermanos
y hermanas compasivas y hermosas, la constancia del hogar, y su pérdida.

Vamos con ella, que camina y canturrea como siempre, canturrea su rap en mil novecientos treinta y seis, en mil novecientos 
cuarenta y dos o en mil novecientos sesenta y cinco, tal vez en Alabama,
puede que en París o San Francisco. Su cabello rizado, su cabello liso, Dora, Claudette, Asayo, una muchacha negra
y preciosa, una muchacha judía y distinguida, un chica oriental después de todo. Su andar tan elegante, sus movimientos
ávidos de raza, ávidos de miradas, ávidos. Su raza por encima de ellas, su raza en un cartel luminoso,
en los rostros, en las manos, en las piernas largas y flexibles. Su cuerpo
hecho a semejanza del viento, su voz desatando jilgueros por el campo en llamas. Un verso dibujado en la corteza del árbol,
un beso como un cargo de conciencia, dispuesto a emigrar hacia otros labios. Besos amontonados,
desde el rincón del arte que sofoca el recreo de las mariposas y seduce a los ríos, conquista abismos en la cima del mundo,
libra batallas sin cuento contra la soledad y el espíritu. El arte contra el alma: guerra y paz.

Ella se agota, ellas descansan trabajando más, se agotan y descansan tumbadas sobre una mesa de operaciones,
postradas en el lecho de muerte. Duermen en iglesias protestantes, en postales budistas, al pie de las estatuas, entre
las columnas de la gran mezquita. Desmenuzan las sobras, los tallos, los terrones, se mastican los huesos
y vuelcan los ojos hacia el mar. Ella trabaja con una mano a la espalda, con una mano sola mientras escribe una canción
de cuna, mientras se acuerda de su madre y tacha los pedazos de silencio, y borra su encerado de esperanza.
Pronto crea un vacío más profundo que el de las religiones, un hoyo cruel -tumba de sus antepasados-
y espera el regreso atolondrado del ayer. Reza sin ponerse de rodillas, se burla
de los ángeles autistas que planean revoluciones invisibles; abraza la fe de los depredadores.

Por el camino fértil. Por el camino ingrato, extenso y rudo. Polvo y enfermedades contagiosas, polvo y suciedad
o esa limpieza en seco de la naturaleza que no sabe de aromas ni de tempestades, ni reconoce obstáculos
ni le pone trabas a los pensamientos, por muy desordenados que aparezcan, ni se acaba en la noche de los cuervos
ni se acaba en un grito. Ni termina jamás de retorcerse.


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