sábado, 27 de junio de 2015

el infame equilibrio de la realidad


Soñar es lo recomendable, aletargarse. La lista de sueños puede reducirse a la pesadilla cotidiana, el espasmo
de rigor. También uno se despierta, se despereza, ronca por lo bajinis. A todo trapo y siempre con sueño
puesto en pie frente a la máquina insensible, déspota; que te caes porque dormir es lo suyo,
a todas horas: en la litera de la compañía de transeúntes, en la garita esperando el relevo o la visita de la guardia,
en el acto. Los sueños se terminan y allí está Freddy con su jersey a rayas, moda y rencor.

Qué sueño fraternal con lindas diosas, náyades absurdas, chicas que se expresan en idiomas azules, tienen sabor a quién.
Tampoco está de más el sueño de los dientes mecánicos que se desarticulan y chirrían, rechinan como tiza en la pizarra,
como locos cada uno por su lado. Están los amigos que no faltan a la cita con el sueño eterno, pero no son amigos,
sino perros con el mismo collar y persiguen el mal con gran ahínco, hacen el mal con chulería
y un punto de desapego intelectual, como quien pisa una hormiga o aplasta una benefactora araña sin apesadumbrarse
(lo que puede acarrear un destino funesto). En el sueño, los amigos se muestran como son: fantasmas
de una sola voz, boqueras como en el talego, gente que te odia cordialmente
y no sabe cómo decírtelo a la cara, no encuentra el momento.

Soñar es conveniente para no morirse de asco. Soñar con chicas africanas de piel blanca, suecas de papel cartón,
chicas japonesas con minifaldas art-decó y medias sonrisas a lo Gogo Yubari (¡que escondan amenazas veladas,
amputaciones y todo!). Soñar con un mar más gigante todavía, planetario y abarcable a un tiempo como solo en el sueño
puede suceder. Pensar dentro del sueño a mil por hora, ser un librepensador dentro del sueño,
el que encuentra soluciones descabelladas, pero inútiles.

Un toque familiar como es debido, siempre agnóstico, solo compatible con el ateísmo fugaz de los lighters
más irreductibles. El cura, sin duda, en el sueño es el saco de las hostias. Los templos se derrumban y aceleran
su aluminosis rampante -culpa del desarrollismo medieval-, mil enfermedades de la piedra y la madera, mitos que se desmoronan.
La familia aparece y desaparece y algunos de ellos parecen extraños incluso, con sus jetas extrañas,
sus extrañas fachas de peón tan poco aristocráticas y tan indefinidas, tan brutales;
las fachas familiares son apariciones que no sientan bien y amedrentan, son de pánico porque irradian familiaridad
pero sin concretar su origen. La familia es una colección de bastardos estridentes, con sus caras de incredulidad
y eternidad mal disimulada.

En el sueño, el verso se rasga las vestiduras aunque vaya desnudo como un monarca débil.
Es un mercader de Venecia venido a menos, un pobre campesino ruso depositario de alguna esencia inmarcesible
que Pushkin cantara con su vieja lira. Con la rima por los suelos, harapiento; un correveidile sin nada que contar,
algo vacío de sustancia. El verso deviene insustancial, no existe mucho, se equivoca y tiende al ripio de las almas crudas.
Dice saber de política, entiende de pactos sociales y medidas apropiadas. Es que se clava una astilla
en el pulgar y no grita ni profiere o lo hace en silencio para que no se enteren los conserjes y no salgan los clérigos
pitando de sus claustros blandiendo sagradas escrituras que lo desautoricen. Lo pinchas y no sangra de puro recital.

Y lo mejor del sueño es a plena luna llena con el pecho lobuno lleno de pelos en el pecho -si se tercia-, lleno de luces
si eres una estrella, lleno de paz y en paz como un camposanto de paseo por el campo, un cementerio indio
que se moviese al son extraordinario de una banda de jazz de New Orleans, bamboleándose sin pudor ni angustia
por el tiempo perdido. El alma, a ras de sueño, es solo sueño. Y dios no puede ser soñado por otros,
pues rompería el infame equilibrio de la realidad. El sueño es la intrahistoria, y lo demás es vértigo.



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