martes, 16 de julio de 2013

en el trabajo (es cierto)


Rosario hace una pausa, tiende un puente,
esboza una razón de ser,
formula una promesa alternativa.

Rosario se pronuncia en la lengua del príncipe, sin palabras,
una lengua de signos y de hogueras,
prende, arde, vuela en una sombra de cenizas recientes,
oscurece la vida para combatir el frío.

La piel de un solo uso, dispuesta a una breve caricia
antes de volver a su trabajo; las manos fuertes acostumbradas al peso,
el febril martilleo de la máquina ciega
(fuera de allí, un niño que dibuja el rostro alzado en labios y pestañas,
con la idea infantil de la belleza en mente).

¡Cuántos poetas quieren
ver a Rosario! (cierto).
Capturar un centímetro del lienzo,
desnudar su espacio de energía y lumbre,
conectar con un relámpago presente en su corona.

Pero verla. Verla a través del cielo que susurra su nombre,
abanicar la clara monotonía que rige su perfil de luna,
exprimir a tientas su perfumada efigie.

Rosario ya no está. Desaparece la parte
más prudente de sus labios, que ya no besan árboles ni convocan estrellas.
Agonizan los reinos en su cama vacía.

El poeta descubre la palabra compacta que desea
para amar cuando ya es tarde y el silencio
ha censurado la escena: ella que sale de la fábrica con las manos en los bolsos,
fatigada y alerta como quien espera una voz amigable 
y solo escucha el torpe balanceo de su respiración.

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