jueves, 4 de julio de 2013

sin piedad


Huérfano de orgullo, el soldado enterró su fusil
-como si fuera un cadáver-
profundamente en la tierra.

Luego,
recordó al carpintero de la manos alegres,
al muchacho que se moría como pidiendo permiso para hacerlo,
la enfermera que casi no lloró,
la niña que no había terminado de servir el té a su muñeca de trapo.

Se maldijo,
sin poder evitar un ahogado suspiro de admiración
ante la flexibilidad de la muerte, su eterna disciplina.

Al final, no existía el infinito. Estaba de más el universo.
A una pregunta difícil suele corresponderle una respuesta estúpida.
En una guerra, nada es verdad, salvo la sangre.

Prósperas naciones habían sido
minuciosamente desensambladas,
arrojadas al aire para probar la puntería de los últimos misiles.

Él había apurado su cáliz de hiel hasta las heces de la supervivencia.

Lentamente, dejó la pistola cargada en el suelo y cerró los ojos.
Imaginó un arco iris sin rojo,
sin piedad.

La chica se acercó de puntillas y pronunció una lágrima antes de empuñar el arma
(el disparo resultó conmovedor, humo y frescura),
después, se dio la vuelta  
y parecía más bella,
más alta,
más justa
y más llena de amor.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores