sábado, 6 de julio de 2013

reina


Coronada por un jilguero,
qué corona de notas
musicales,
todo lo blanca...,
nívea corona de rosas,
heroicas rosas sonrientes.

Su voz hasta el extremo de una nube lejana,
viajera infatigable. Oh, si casi su voz
se enfada al aferrar el tono,
superando luminosas trabas numerosas de pérfidos emprendedores.

Superado el negocio, la risa se vuelve general y artística,
como revolucionaria, la risa en boca de una mujer
tan llena de paz, tan netamente próxima al amor.

Cuando no es bastante el verbo: hay que decir que no,
que no es bastante
para la descripción de una belleza en solitario, de la belleza misma
que no se sabe de dónde ha venido porque es cierta,
ni engaña ni traiciona,
corretea, se entretiene, salta a la comba y borra la rayuela,
busca un palo y juguetea con su espada
matadragones, sable de repetición, su daga tripulante,
múltiple por sespiriana,
la daga filosófica ajustada a su mano.

La mano dice adiós desde la ventanilla del tren en marcha
(suena un blues a todo trapo).
La mano toca la guitarra, la manosea un poco y pulsa
cuerdas tensas con largos dedos ágiles, también fuertes.

La mano arroja el micro fuera de la pista,
actúa y se tapa los ojos en un gesto teatral. No acaricia (todavía)
la piel blanca de un extraño.

En la canción flota lo que sea que fluye,
el río de la vida. En medio de la canción hay un calor promiscuo que se mueve
desnudo y no tiene sed, no suda su esperanza,
su experiencia,
pertenece a una palabra poderosa e impronunciable que no es
otra palabra de amor, aunque podría ser una palabra mágica.

A veces lleva ella un vestido de color verde, pero no espera a nadie.
A veces se pone un vestido azul turquesa que no hace juego con sus ojos.
A veces descalza por la arena,
más libre. A veces el viento que modela y restaura o modifica
la línea, el aura, el halo misterioso,
curvo, curvilíneo, libre de su trapecio sólido elemental,
algo vertiginoso, más que vertiginoso;
nada fúnebre.

Oh, qué poco funesta la aventura del amor -cuán-,
cuánta deslealtad a la inocencia se divisa
y advierte, como destartalada y hecha un ovillo máximo,
en algún movimiento convulso del amor, espasmos divididos
propios de entidades sin coraje.

Su boca en el escaparate, en venta,
su boca en tráfico, al mejor postor, el más ausente,
acaso el más enamorado. ¿Qué precio por el labio tímido,
húmedo y flagrante, por el labio que presencia la voz
y guarda el beso?

Coronada por un ave real, así que una paloma mensajera;
su guirnalda
sinfónica, melodiosa en sus términos
de gracia, completa sobre el aire que sin permiso agita el universo.

El verso viene a decir amor en su lenguaje,
contiene lágrimas como cuchillos -afinado llanto-

            y le sobra una letra para ser de agua, líquido, bullicioso
            para ser la corriente que brilla en la montaña
            y considera el peso de una flor.

Pues, según la leyenda, su poema está escrito en el idioma
elástico del fuego: solo teme a la lluvia.
El poema renuncia a la nostalgia,
enuncia el canto y pronto languidece, preso de sí
y de su relevancia, su acento y su prosodia, cautivo de otra mano que no conoce
la solemnidad del genio ni aborda la contemplación de la hermosura.

La hermosura constante que producen sus manos rasgando una guitarra,
demostración de fortaleza y encanto,
la nube de algodón que perfila su frente.

Su retrato, foto fija, resplandece muy serio con la boca adelante.
Si la boca es de hierba
o de laurel
y la nariz es tierna y aletea cálida
bajo el leve deseo de los ojos...

Ella tendrá su canción, su balada risueña, sus canciones
de cuna para los años perdidos, sus himnos para el día de mañana.
Y su nota más alta latirá por debajo
de las páginas rotas,
por encima del cielo que respira en silencio tanto amor.





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