sábado, 5 de octubre de 2013

maneras de esperar


Alguien que sufre sin motivo se desespera
y siente en el estómago, en el pecho, un vacío lleno de algo que no debería estar ahí
(donde no hay),
un desierto pletórico de nada, un hartazgo de ninguna especie,
desasosiego, dolor, un dolor que no le duele pero está,
que no existe pero está ahí, martirizando,
lacerando sin sangre
como un arte feroz.

Alguien que sufre, sufre sin motivo y siente un dolor que no le duele,
una pena de ausencia,
una emoción que se tropieza con la vida y cae de bruces
en una zanja profunda llena de cadáveres con su mismo rostro atribulado.

El dolor se desintegra con la rabia, renace con el odio, se petrifica.
Duele el pecho hasta el punto real del corazón,
que se resiste y dobla su latido porque tiene una herida que no sangra,
no se cura, no se distingue entre tanto labio rojo.

Cerca de allí hay un alma que no tiene piedad de su espíritu,
y el corazón lo sabe.

Una lágrima finge soledad; dos son multitud, una cascada, un beso
en los labios, dos lágrimas son una comitiva detrás del ataúd
chasqueando al estilo de Nueva Orleans.

Oh, el niño llora. El corazón resulta que siempre,
siempre,
es menor de edad, por más que tierno, alegre o valeroso,
aunque haya tocado el fondo de mil cariños diferentes
y tantos buenos ojos lo hayan mirado con dulzura.

Ahora,
alguien que sufre
cerca de aquí, un pequeño dios, suplica por su vida como un hombre.
Ama, pero siente un dolor de nada en el estómago:
como si nadie hubiese lanzado un golpe al aire
para cortarle la respiración.

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