miércoles, 8 de octubre de 2014

ángel K


No lo sabía. Así fue que hubo un reino donde el sol se ponía a lomos de un caballo rojo
y el agua de los mares se asomaba al balcón del horizonte con un palmo de cielo entre sus labios de espuma.
El reino comenzaba al final de los mapas que habían dibujado artistas venidos de muy lejos tiempo atrás.
Era un fulgor en medio de la tierra y contenía cimas coronadas de una blancura ingenua, terciopelados valles,
sombras que prometían la piedad del fuego, luminosas cavernas colmadas de futuro.

Ella ignoraba su procedencia, su realidad tan honda, desconocía la cantidad del país en llamas, su arboleda,
su rosaleda perpetua, su confianza ciega en la fe de la amapola. Eran carros de bueyes dóciles y fuertes
que transportaban pétalos de lluvia, pequeños lagos sin mácula, que traían un juego para cada sonrisa.
El mercado iniciaba su ascenso hacia la riqueza y las casas lucían estandartes dorados.

No hubo un castillo desde el que saludar al gentío congregado. Ni un altavoz para gestionar el canto.
La voz surgió como un destello entre las hojas del gran árbol, siendo un jilguero absoluto, señoreante y mágico;
venía del interior de un sentimiento y buceaba en una física sin apellido ilustre, huérfana de leyes o motivos.
Las mujeres querían ver a la novia, las niñas deseaban un vestido como el suyo, un ramo violeta, una cinta en el pelo.
Ella llevaba un pañuelo precioso y su cabello brillaba a través de la seda, de sus raíces brotaban lágrimas de sangre.

Sucedió entonces (sucede) que ella se vio sola en el mundo y tropezó con un verso caído de una altura mínima.
Pero no fue de ese modo. A su manera ella rimó el verso más certero de la historia y lo cubrió de besos con sus labios tímidos;
oh, y la historia hizo ¡crack!, registró una fisura en su inmemorial anatomía por la que se filtró un territorio
dominado por sueños concebibles. Un hecho, la epítome de un  suceso controlado que dio en una dimensión
integrada y benéfica, esto es, en un lugar cuna de profetas -el desierto-, aun cuando fuese el académico jardín del arte,
un museo cargado de aire, construido entre espacios sin naturaleza, huecos de contenido como pianos ahorcados
de una viga maestra, órganos venidos a menos, tambores desintoxicándose en cámaras de vacío.

Hubo un poder también orgulloso de su presencia y su gobierno que sucumbió al encanto difundido en la hierba
y entregó sus aguerridos bastiones a la mano intangible de la nueva estrella, la muchacha, la artista, el milagro del siglo.
La revelación llegó de la mano del orden que vino a relegar la entropía salvaje criada en la observancia del olvido
que todo se figura. La taxonomía invencible del tiempo se instaló en los corazones con sus altas miras,
su profundidad sentimental, su norma. Y los hombres recordaron su porvenir radiante,
y festejaron la belleza anónima de la nueva Princesa, su moderno desamparo.

La pequeña que no sabía hacer la corte, que lanzaba proclamas como cuadros de noche, ráfagas de luna.
Ella que rimaba los santos con el humo de las barricadas, la soledad con el último eslabón de un beso.
Ella que era una palabra sola, un acento en la piel, otra herida que abrir,  
que era un ángel perdido en su esperanza.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores