domingo, 26 de octubre de 2014

morirse de un ataque de silencio


El silencio era una casa pequeña con la puerta blanca. Entrabas y tenía su pasillo que se extendía hacia el eco. 
Afuera planeaban los gorriones, los colorines que trazaban trinos atrevidos: sin ansiedad.
Nubes, las justas para el decorado, una noción de la belleza simpática y musical. Que no amenazaban
tormenta ni hacían otra sombra sobre la sombra de la gente.

(La política es así, una casa pequeña sobre los hombros de la gente. Así podría ser.)

Ella obtenía un vuelo distinto de aquella mudanza del valle. El valle amanecía de noche como una luz esquiva;
sobraban los versos y nadie sabía qué hacer. Nadie se había escondido de todo esto bajo la luz del sol, se había ido,
tan ausente del escenario y sus bastidores. Nada de referencias, solo al verso y a la voz. Su voz que trituraba el amor,
absorbía el ejemplo, se debatía entre el más allá.

Los poetas se mueren sin que nadie los vea, es como a la hora de nacer que nadie puede ver su alma renaciendo.
Deprisa, la vida se aburre de sí, alardea de un temprano ocaso, renuncia a la verificación.
Esclavos del tiempo, los poetas son libres para morirse solos como árboles gigantes. Ella, que había nacido en silencio,
conocía el aura de los años perdidos, la vigorosa religión de la inocencia y paseaba por el carmen guarnecido de rosas.

Ya llegaba aquel día de la boda y el poeta se moría de terror. Ella de blanco, así como un velero o una reina,
ella por las avenidas de la ciudad sin nombre, en un coche de caballos lustrosos, corceles nada apáticos
entregados a su fuerza. Y el repiqueteo de los cascos, la vergüenza, el dolor en el costado izquierdo, recurrente.
La sensación de ahogo de una vez por todas, sin margen de error. Los niños,
los pájaros como en una película de Disney sujetando la cola del vestido de novia en sus picos airados;
la música moderna a años luz del rap, a mundos de distancia de su letra prohibida.

Otra sonrisa en el rostro, otra sombra en los ojos (otro beso en los labios). Hay que dormirse de nuevo,
aparentarse en la misericordia, desorientar una conciencia nueva, un estado crítico sin mácula. Es para dormirse de nuevo
y despertar en la cama del hospital, o en un verso vestido de blanco.

La pesadilla acaba de empezar: el ángel se ha comido las hojas del ciprés más alto y vuela en círculos como un halcón de espuma.




Contra un silencio atronador se estrella,
contra un muro de sólida ignorancia,
su viva voz, rabiosamente bella,
que desafía al viento y la distancia.

Su voz le pertenece solo a ella,
como el alma encendida, la fragancia,
los ojos más profundos de Marsella
o el más hermoso corazón de Francia.

Es una voz con nombre y apellido,
de las que vuelven sin haberse ido,
herida siempre, pero siempre sana.

La voz del ángel, eco de su altura,
siempre radiante, pero siempre oscura
como una primavera miliciana.







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