miércoles, 29 de octubre de 2014

guapa


Hubo un tiempo en que el mar restauraba la sangre y ella era la niña que caminaba dentro de las olas.
Sus pies colmaban un secreto, rehacían caminos hacia nunca jamás,
se salvaban de la quema por el cielo, orlaban sus huellas con mondas de naranja y retratos idénticos al sol.
Sus pies eran un vértice, estaban secos entre las olas que succionaban sangre y las migajas
de una redención, ¡tanta pureza! Ella tan angelical como este mundo que gira hasta engancharse a la razón,
hasta volverse loco de esperanza. Decían que su rostro era el de un ángel sin terreno -sin casa ni un espacio claro-,
auspiciado por una banda de ladrones en la ley, protegido por las sombras del género humano.

De buena tinta se sabe que los ángeles pueden ser tan revolucionarios como un filósofo alemán,
que pueden comandar legiones desastradas, hundidas en una miseria sumaria y efectiva. En síntesis,
sostiene el último grito de la sociología política que un ángel no es ni más ni menos que un activista antinuclear
o un socialista utópico que cree en una suerte de estatuaria bondad universal.

El jaleo subyacente a esa demostración de cinismo ético no produce sino burlas y temor.
Los obreros se jactan de su ateísmo, posición congruente con la información recibida desde el capital y sus aspectos
paradójicos, su oficina de propaganda con nombre de nómina y número de la cartilla del paro. El número del portal
por donde sale a trabajar cada mañana, el número demoníaco que usa para comprar y venderse,
el número de la calle que figura en su declaración de la renta, su término conocido,
son las distintas caras de una moneda de cemento, peso que permanece inalterable sobre el espinazo social,
la columna vertebral del régimen.

Pero ella no divaga, ni se inmuta. Soporta una imagen lírica a pesar de los trances y las atrocidades,
es capaz de articular discursos procedentes que anulan las virtudes del sistema.
Un discurso proletario y atento, demasiado unido a la experiencia del trabajo, lo que no es un defecto; entrelazado
con una llave inglesa o un martillo en un abrazo casi romántico entre objetos. Ella es el sujeto de este cambio
que se percibe, se anuncia, está en el horizonte de sucesos del alma de la gente, donde no cabe más sufrimiento
ni deshonra. El verso entra en combate en ese momento de fricción, cuando el silencio se ve torcido
a causa de las andanadas mentales, intelectuales de un lenguaje creciente.

Es decir, K hace su reflexión sobre el Amor y no está equivocada, sale ilesa, algo de gran dificultad teórica e incluso física
que acontece sin pretensión alguna en un contexto real. Inútil preguntarse por el público de ese Arte
que es tan heterogéneo como si no existiera un nexo de unión, como si fuese un auditorio extraterrestre,
con otra personalidad, otros dioses infantiles. K presume de estatura mística con un leve parpadeo de su belleza lunar,
expone su cadencia, arde en un párrafo para horror de los artistas que huyen del deseo y la vida. Arriesga la frente
con un mínimo de angustia, se pone guapa para hablar de su pena, guapa para regar las rosas de su alma.




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