domingo, 12 de octubre de 2014

una idea genial


Entonces el poeta imaginó una forma de quererla a toda costa,
un sistema de horadar el firmamento con señales de humo. Ideó una nostalgia imperecedera en su academia de sueños.
Con un hilo de voz, creó mil voces pinceladas con rayas de silencio, curvas como abrazos, voces frescas peregrinas del eco,
trabajadoras dispuestas a la consagración del afecto, amazonas sensibles.

Pensó que si alcanzaba a desplegar el Amor verdadero ante sus grandes ojos maravillosos como una bandera blanca
la magia del amor con toda su constancia, su cariñosa estela, su cortejo de mínimas caricias y miradas arropadas de luz,
si lograba poner ante sus ojos enterrados en besos, prietos de lágrimas nuevas,
el sentimiento en todo su esplendor, depurado de insana incertidumbre, tan lejano del odio,
el innato talento, genio que brilla con creces más que todos los cuadros del museo, que se alza más allá de las cúpulas,
más alto que las catedrales y desprende la clase de fulgor envidiado por las jóvenes estrellas glaucas,
ella habría de rendirse sin remedio a su elocuencia: sus dulces manos buscarían a tientas el tacto misterioso del verso,
su pecho albergaría un hervidero de sangre involucrada en la azarosa danza de la poesía.

Así, el reto sería una manera de amarla sin fisuras ni fáciles conceptos, sin atajos provisionales, ni pueriles meandros.
Un modo de estrechar su corazón fantástico, su conciencia hermosa capaz de levantar murallas solidarias,
barricadas de lluvia, castillos en el aire para las almas puras
y en la tierra amplias casas de colores para los desposeídos por la miseria espiritual de los arcontes.

Habría de ser fuerte para conquistar su corazón de nieve que fundía las llamas del relámpago,
al rojo vivo de ternura y vértigo. Debería inventar un lenguaje distinto que limitase con el llanto y no dudase
en transcribir el gemido del ángel como la jerigonza arisca de las fieras, que navegase entre dos aguas de diferente estilo,
una encaramada al cielo, otra hundida en el barro de los nombres propios, sepultada en la tierra bajo una cruz de espinas.

Oh, y hablaría con una voz tan nítida y rebelde que ella atendería a su llamada desde algún lugar cerca del alba
o al llegar la noche desde alguna misión impostergable, desde su escritura mística trazada sobre un pergamino o en la roca,
en el aire cultivado de perlas relumbrantes. Que sería un poema recto como una línea vertical y continua,
la rima frágil del agua con la sed infinita de la infancia, recitado con el arte que precisa una oda nupcial,
tímido forcejeo entre la carne y el jubiloso centro de la felicidad, entre el cuerpo y el sueño que lo ilustra.

Consideró entonces que debería hablar con un nudo en la garganta, escribir con la mano muerta,
quieta sobre el pensamiento, empapada la pluma en la tinta indeleble del olvido... Y empezó a recordar este poema.




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