domingo, 11 de septiembre de 2016

akua


Todavía falta una maga para rematar el poema. Su nombre es conocido
(lo que ya implica una invención de mérito considerable). Casi todos los nombres empiezan por el principio
y esto es notorio, una noción insuperable también. Quiere decirse una verdad. La magia complementa
el milagro y lo dota de equilibrio, le resta tradición.

La maga desafía a dios con su maqueta y su manera de recorrer sin descanso, de celebrar
hasta el fondo, deprisa como un ventilador. Su hechicería ha sido exiliada a lo largo de la historia, desterrada
a lo largo de una autopista de memoria
reconstruida.

Qué bonita. Ni siquiera fuma. Con Jordan y todas las demás.
El poeta la copia y la retrata nada fielmente, con aquellos defectos informales que es necesario
reproducir; al final es una suma de infinitos términos que, sin embargo,
ocupa solo un folio por una cara a doble espacio.

En el doble del tiempo permitido, la rima se rebela y reacciona como un general acorralado (semejante estrategia bipolar).
Sus dones son reabsorbidos y deletreados desde la ventriloquía al mesianismo,
con suerte a través del altavoz (ahora que el micrófono ha caído de la altura suficiente) que domina el mercado.

El poema termina de fraguarse por sí mismo: pues ha llovido
y el viento hace estragos en el cabello del ángel. Ellas forman una escuadra pintada en la pared,
soñada por Rothko, Whitman y un caballo de Lorca.  
Si tratase del amor sería un alto anfiteatro del eco alhambreado de torres;
el compendio de las mayores miserias retransmitidas en directo hacia la posteridad y la búsqueda de inteligencia
extraterrestre que jamás hubiera logrado propagarse por el mundo.
Lo máximo.

Sería un poema presidente de los estados unidos, con su familia presidencial, su mala yerba.
Sus trajes de quinientos dólares y sus trajes a la medida del endecasílabo sublime.

Ella lo puede casi todo, casi al completo puede: dar un puñetazo con la fuerza de quince mastodontes,
lanzar un beso al aire con el garbo de quince mariposas. Se catapulta y el ángel la codicia,
y la princesa suda en su renglón de oro; Jordan frota su lámpara como una cenicienta feminista,
sabe que el cielo se abrirá de cuajo –siempre le sale bien. Incluso cree haber visto a la nieve rebotar contra el agua interminable.





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