jueves, 27 de diciembre de 2018

corazón de oro


Qué prosa no ha caído bajo el poder de la descripción
golosa y cruel; oh, sus personajes descubiertos, insospechados y ya mutilada su privacidad, exagerados sus defectos
(es el realismo). Qué afán por retratarse y calibrar,
desordenar el alma de la gente.

En el poema hasta los ángeles están a salvo de oraciones indiscretas. Pueden ser sin tutela ni exorcismo,
¡vuelan! Abonan el paisaje con su entusiasmo caníbal, su corporeidad. Ahí está ella difundiéndose
por la Avenida con un vestido blanco, retorciéndose ante el milagro de la noche, ajena a la impertinencia del clima,
pues tiene frío y siempre será un frío cordial. Y siempre será un paisaje entrometido, como una floración
perpetua, un acabose insólito y frecuente.

Se advierte un Área X más fotogénica, la pequeña Siberia, el recodo y basta. Un atlas
moderado, con su vegetación autónoma y sus límites frutales, su columna invertebrada; montes y riscos
vacilantes, vívidos. Esta vida que se reconcome y se relame, ruge de placer, surge
desde una celda con vistas al infierno de la redención.

En el poema, ella está a resguardo; sus piernas, a buen recaudo, sus ojos no existen
para la noche eterna, sus manos viajan
enlutadas y firmes, su pecho disfruta de la soledad. Está la palabra, está el contraste, la germanía y el beso,
están los términos del contrato con el Arte. Nada más. Un pasadizo y un árbol,
y la mañana que pasa como una persona por delante del tiempo, el sol que se dibuja en el recuerdo:
toda la sombra del mundo.

Qué desiderata, qué exilio. La prosa se desluce en fuegos vanos, palomitas de maíz para el gran angular
y el maratón narrativo, imágenes congeladas y vidas paralelas, rostros
semejantes, intimidades y maneras de morir. Ah, y la poesía es vida, retruécano y palpitación (la vida es poesía),
naturaleza que muere por su propio peso. Y porque tiene un corazón de oro.


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