miércoles, 12 de diciembre de 2018

¡tenemos un poema!


Un valle donde todo sucede; asistimos al último revestimiento, la última
profanación; la ciudad ha sido revestida de hojas, yace oculta entre la enramada y el turbio reposo
de las flores. Digamos que la rosa no es de este mundo: ¡Houston, tenemos un poema!,
la rosa no es de este mundo.

La ciudad yace entramada con el universo, distribuida de manera unánime como la miseria en un libro de Cartarescu,
la forma [______] en uno de Danielewski, la piel en uno de Baldwin (James). La ciudad en su estantería
policromada, en la pomada de la literatura, fragmentada en capítulos, catalogada y, aún así, estática como una cruz de mármol
dirigida al futuro, solemnemente instalada en su nave hacia Orión.

Materia oscura, materia exótica fuera de aquella noche que se pudo tocar, que se pudo
tocar con la punta de los dedos; cuando el peligro teñía los campos de amapola y las estrellas eran
solo figuras cercanas, cercadas por el llanto, rendidas a la luz.

Brillar es un concepto utilitario; las chicas brillan en el nacimiento de la Avenida, uno de sus múltiples
apeaderos, una bocacalle que da (igual). Llevan botellas de licor de fresa, de licor de rosa (fuera de contexto),
animan la rosaleda con su binomio real/irreal, su error de estilo.

Miles de ojos continúan la redada, capturan las palabras en su red de redes, rechazan toda idea; asistimos
al último desestimiento, la próxima extenuación; la ciudad se ha declarado
inocente, incluso ha reactivado las nubes, ha repartido pases de temporada entre las sombras. Su verso
clama al cielo, ha vuelto a definirse ante la vida, hacia la risa humeante del asfalto,
la brisa desarmada del tiempo, ha vuelto a la matriz del sueño
desde el riguroso éxito de la creación.



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