domingo, 7 de marzo de 2021

límite salarial

 

Perspectiva interior vs. perspectiva. La ciudad
firma una lámina tras otra, reproducciones en giclée autografiadas por los constructores
del caos (gente casera que arregla los desagües y va con un destornillador en la mano).
 
Esto agobia, es una constancia. El poema ha sido contaminado por el sentimentalismo de las madres,
la frialdad familiar; nadie es mejor. Somos sacos de partículas, cerebros de Boltzmann
surgidos del azar y la fatiga. La naturaleza
se repite, sórdida y vocacional.
 
El verso es radiactivo, si lo tocas te cortarán la mano, si lo escuchas
aprenderás un nombre, si lo lees. Leer dibuja un bello escenario, arremeter contra la página
con la vista puesta en el peligro, leer en alto, que se oiga en el palacio de invierno, que se vean las cesuras
animadas por el humo.
 
La ciudad ha edificado su alma; árboles y ardillas en el Parque. Avenidas
sensibles que dibujan curvas y rompientes donde una sombra espera
lista para la ideación del milagro, para la consecución. Ah, la ciudad
es tan grande que no alcanzan las nubes para abrazar su radio, ni la lluvia
desliza su delicado beso sobre todas las torres, ni es capaz el viento huracanado de acicalar la infinidad
rosada de sus pájaros.
 
El verso asalta la intimidad de la sangre, subyace como una panorámica
distraída, lo corean los niños (y alguno se lo lleva a la boca). Entre el barro y la altura del quinto piso
hay un hervidero de pasajes poco transitados.
 
Los escritores (y también Whitman) colocan su roca sobre la apariencia
anterior, sobre la tierna cúspide de la insatisfacción
y miran por encima del hombro. Ella sube después por la escalera tocada con una visera de los Lakers,
a tiempo de fichar por una multinacional extraterrestre; ella, que atesora el don, que posee
el tiro exterior de la memoria y el ágil nerviosismo del olvido.



Guillermo Pérez Villalta

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