viernes, 26 de abril de 2013

alegría


          Arrabal de pronto.
Y el ruido sordo de una soledad como si fuera.
Arrabal y su alegría. Fuegos artificiales cada día del año;
cada puente sobre el río enfermo, un niño en las sombras,
colgando de la mano, a hombros,
disminuyendo a marchas forzadas su estatura para ver de cerca el aire
indiscutible.

            La música.
Por ahí se afianza un ritmo cardíaco.
En libertad, procede sentir un ramillete de sensaciones versátiles,
apetece adentrarse en el bosque dentro del jardín y compartir la fuente
con animales locos o, continuamente, reflotar el sonido del agua
que fluye en verde
y cae -redonda- en un efímero rimero azul.

El arrabal se extiende
como una mancha inoportuna en el jersey de los domingos.
Se orean los chiquillos, sin aspavientos,
callejeando lúcidos.

            Una silla a la puerta del corral,
un perro exageradamente flaco frotándose de paso
contra el desesperante atardecer. Ah, y el poeta arriesgado observando la idea
antes de cenar (con acento en la punta de la lengua).

Tarde de alegría. Arrabal moreno y frágil. Sin trabajo.
            Hay un trabajo que sirve de costumbre,
dos obreros que se reparten un espacio caduco y empeñado en durar.

Los hombres pasan con las manos en los bolsos,
las mujeres con los bolsos en las manos,
los coches sin matrícula.

Se modula un fragmento de silencio, pero que no se escucha.
Hip-hop, como un silbido dentro de la máquina:
                                               son los rapsodas fumando hierba a todo tren.

El barrio acecha con sus malos modales y su angustia, muestra
su recóndito vector de espanto.

Una muchacha con botas militares
custodia la estrecha acera junto al bar cerrado por defunción;
al rato, un chico se le acerca, hay un apretón de manos, breve y sin sonrisas.
           
            De fondo, suena -cierta- una guitarra.







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