domingo, 28 de abril de 2013

desaparecidos


Como un ladrón a cara descubierta,
irrumpe el mal en la sonrisa de cualquier niño herido,
un sacramento inverso y despiadado;
es la confirmación de la entereza humana,
la parsimonia que frecuenta el dolor.

El proyecto cobra sentido: un soldado pugna en la mirada,
un extraño que simpatiza con el odio,
liberado de conciencia, ajeno al fulgor de la cultura.

La vida es cuestión de impacto. Sobrevienen
los cambios a pedradas y mordiscos. Se expresan con fuego
y dejan huella en los párpados. El mal se agrega científicamente,
no tiene que ver con seres fantásticos
ni expulsa el azufre en vaharadas.

Pocos niños desconocen el alcance terrible
de un golpe donde más duele, de una mentira cobarde.
¡Con qué presteza se desvanecen las buenas intenciones, pétalos de infancia!
Con qué rotundidad entreabrimos las puertas del infierno
a nuestros vástagos.

Sonreímos al cielo y dejamos que ocurran accidentes.

Existen naciones fascinadas por el brillo
tenebroso de la tortura, pueblos replegados sobre sí mismos,
asesinos inteligentes y capaces envueltos en banderas,
portadores de antorchas licenciados en múltiples sinrazones.

¡Ah, desconfiad de quienes se lleven la mano al corazón al escuchar el himno!
Son farsantes.

No penséis en el demonio. No creáis. No es dios
quien os obliga, ni os dirige su poder a través de la oscuridad.
Miraos en el espejo y buscad allí
al niño que se fue.

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