lunes, 8 de abril de 2013

tan fantástico sueño


Soñé -cuadro fantástico- una revolución
protagonizada por bosques y lagos no demasiado profundos,
láminas asaltadas por el sol estival. Las venas del espejo
eran caminos nuevos brevemente salteados de guijarros humildes,
sendas verdosas acabadas en sombra que recibían
huecos de algún rayo. Como las zarzas eran
inoportunas, no frágiles, eran ortigas que fruncían el ceño.
Había un manantial cerca de la ciudad perdida
del que brotaba un líquido que no era el agua pura ni dejaba de serlo,
pero tenía el gusto de la sangre en la boca. La ciudad asomaba
su nariz coagulada, su cabellera rota entre las copas aéreas
y levantaba barricadas junto a los pozos. La historia creía
en la memoria de los troncos abiertos, en la pétrea quietud
de las paredes despintadas y en esa arquitectura primaria
decidida a durar.

Resultó por entonces, en medio de aquel sueño,
que los bosques llegaron a la puerta del cielo y preguntaron
por el nombre del rey. Que salió a recibirlos una princesa heroica
con nubes en el pelo y una espada flamígera en la mano
delicada. Pero los bosques se horrorizaron y quedaron atónitos
ante el poder destructivo de la llama y la hegemonía del fuego
y llamaron en su auxilio a las bellas lagunas de la noche
que acudieron a saltos y aluviones de espuma.

Y fue que la princesa, ya dispuesta a morir, brindó por la inocencia de su reino
y así rodó la corona áurea por la arena que todavía esperaba su río,
como las lágrimas ceñidas al peligro inminente rozaban sus mejillas
y caían formando un charco a sus tímidos pies que se tornaba rojo
por su propio carácter e iba naciendo, por su propia ternura,
una fuente curiosa, una ciudad desierta de amplias avenidas
y columnas bordadas, sólidos edificios, casas empecinadas.
A lo que deliberaron pronto los solemnes abetos, los mansos abedules,
los cipreses poetas y los sauces reales, que no tenían prisa
por llegar a la guerra.

Hubo quórum, se firmaron tratados; una paz ventajosa para el pueblo,
que pudo retirarse con la cabeza alta al dorado refugio de su espíritu.

Y fue tal el sosiego que siguió al alboroto
que hasta la suave hierba descansó de su trance elevando plegarias
a la luna callada y satisfecha.

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