viernes, 5 de abril de 2013

sonetos (VIII)


Qué oficio de sabor en su sonrisa,
qué diplomacia de su mano tierna
que exprime o reconforta -mano alterna-
según sea la piel que la precisa.

Qué densa y tropical la flor que irisa
el brillo de sus ojos y gobierna
el ácido fulgor que se consterna
frente al caudal sonoro de su risa.

Qué dulces los rincones de su imperio,
qué colorido aroma la dispersa
y qué extensa región se la disputa.

Qué oficio de color, qué magisterio
le ofrece al corazón la luz inversa
que alumbra su trajín entre la fruta.

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La chica de la fruta se percibe
como una fruta más cuando aletea
en pos del néctar puro que recibe
del cielo protector que la rodea.

La chica de la fruta no prescribe
en su imperecedera suerte, sea
a causa del anhelo que concibe
o a causa del espacio que recrea.

Me mira de reojo y no sonríe
sino en el interior de su esperanza;
el tiempo se detiene sine die,

las fresas pesan más en la balanza
y yo espero en silencio a que me fíe
un gramo de la suerte que le alcanza.

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Amarte es una fórmula secreta:
primero se me rompe el corazón,
luego, al cociente de esa división,
se le añade una burla de poeta

y, para terminar, se le encorseta
en la decimocuarta dimensión.
Amarte es la cabal medicación
que la melancolía me receta:

primero se me juega a la ruleta
y se me pierde toda la ilusión,
después, para mi alma, se decreta

encarnizada pena de pasión
y luego se me tira a la cuneta,
pero, antes, se me rompe el corazón.

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Golpeo en ti con una mano muerta,
golpeo con los párpados hinchados,
la sangre a flor de piel en los costados,
lanzado el corazón a tumba abierta.

La sangre adulterada, sangre incierta,
los dedos como estambres delicados
y el eco de tu nombre -¡dos pecados!-
bautizándote umbral y luego puerta.

Desnudo a la madera de su hechizo
blasonado de lunas. Descuartizo
-redoblo-  la endeblez de tu memoria.

Me abalanzo, me hiero, me destrozo,
me arrojo al semicírculo de un pozo.
Te llamo desde el fondo de la gloria.

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Golpeo en mi dolor, late la herida.
Grita la herida un vómito de grito
que retumba en el cuerpo del delito,
el cuerpo de mi cuerpo, su guarida.

Revela la experiencia compartida;
campea dolorosa y no la evito,
más la palpo y la sangro y la repito
por sentir el contacto de la vida.

Me despelleja el alma, la desnuda
lentamente de dios –me compadece.
¡Cuánta luna me duele y cuánta mano!

Por llamarte me late tan tozuda,
por sangrarte y dolerte solo crece.
Por nombrarte te nombra, pero en vano.

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