Bajo una estrella sin nombre.
Imaginando el nombre verdadero de la estrella.
Un nombre largo como un gúgol, una enciclopedia británica de nombre,
el íntegro universo de nombre natural.
Su descripción no es lo de menos. Es una estrella joven y arrogante.
Un lucero que pasa contoneándose por la gran Vía Láctea
que hasta las singularidades rememoran su furioso pasado
y los púlsares laten con indebida parsimonia.
Esto es importante:
podemos afinar los antiguos instrumentos (el lenguaje), no nombrarla.
No podemos llamarla como se llama a una persona,
ni siquiera como se llama a un dios.
Su nombre es una historia que desafía a los poetas elegidos,
es una trayectoria descrita en el océano del tiempo.
Por cierto que la estrella tiene nombre,
un nombre utilitario (el bautizo ya fue; no asistió nadie, de hecho).
Simplemente, una estrella no se llama Rigel o Bellatrix.
El nombre de una estrella excede cualquier ambición fonética imprudente.
El nombre de una estrella comienza en un instante nada antrópico
(pues, al principio, su nombre fluctúa en el falso vacío y es difícil aprehenderlo).
Conocemos su masa, su velocidad, su brillo y temperatura, su composición;
también hemos calculado la distancia que nos separa de ella, la tenemos catalogada.
En suma, hemos vuelto a tomarnos demasiadas confianzas.
Decimos Sirio -es un decir- y estamos definiendo un punto en el espacio,
poniendo un mote, lejos de la mera evocación de los infiernos absolutos.
¡Tanto Sol y es una mota de polvo en la galaxia!
El Sol es el infierno y sus hermanas son ángeles caídos,
Bajo una estrella sin nombre.
Imaginando el nombre verdadero de la estrella
(que debe ser el de cada una de sus partículas elementales y nos quedamos cortos).