Hablemos de literatura. Es importante hablar de literatura, aunque no se tenga ni idea. La palabra se moviliza y, a veces, consigue definir un pensamiento. Hablaremos de literatura, pero no haremos crítica literaria (no osaríamos invadir territorio tan sagrado), lo nuestro serán impresiones relatadas con franqueza. Reflexiones sin mucha reflexión. De literatura hay que hablar como se habla de fútbol, sin creérselo demasiado. No es asunto tan serio, señores. Por eso, nosotros no hablaremos como los universitarios, con esa superioridad extravagante; no es nuestra intención hacer soporíferos comentarios de texto que al final solo giran alrededor de sí mismos y olvidan por completo los textos que supuestamente glosan. Ni seremos simples vejaministas. Hemos de dar con el tono satírico oportuno, el ameno timbre de voz que únicamente descalifica a medias.
Para entendernos: lo nuestro es el pastiche, el folletín, el esperpento lírico disfrazado de carta al director. Hablamos de literatura, pues, no porque sepamos, sino porque leemos, leemos y escribimos poesía. La literatura no se aprende, no es una ciencia exacta; tampoco es que sea muy escurridiza, se la puede encontrar a través de mil caminos diferentes.
Mas, comencemos con brío nuestra andadura. Comenzamos con la noticia del fallo de un concurso literario de alto nivel. Un festival poético arrasado por la fresca juventud. El ganador ha debido de escribir (o poner) una cagarruta (fresca, eso sí, por la impronta adolescente). Se ve que el fresco o la fresca hizo un chanchullo poderoso y acaparó un premio cojonudo. El dinero público, limpio dinero público, manchado de grasa en sus billetes más pequeños, o de rímel. Debió ser una pasta y algunos gritan enfurecidos: ¡que lo devuelva!, y la joven diletante (porque, vamos a decirlo, es una señorita) se hace la tonta y cancela sus diálogos en las redes sociales: incumplió las bases. La han pillado. ¡Serán inútiles los amañadores! Si se hace la trafulla, después hay que demostrar respeto por los estafados no dejándose atrapar o, al menos, no poniéndolo tan fácil. Así procedería un profesional. Aquí, lamentablemente, los adultos inducen y ejecutan en pro de la frescura con torpeza inclasificable (¿será que son gilipollas?, de ninguna manera descartamos esa posibilidad).
También en la indignación de unos cuantos destaca el componente juvenil, ese impulso vital, esa exaltación que a menudo acompaña a los espíritus joviales. No estamos de acuerdo, ni nos indignamos. En el cine se dan situaciones aberrantes de esta índole de continuo: mandan las familias. Por ventura, asistimos ahora a ciertos lanzamientos mediáticos que parecen ir dirigidos en varias direcciones artísticas: lo mismo valen para ser poeta novísimo, que para ser periodista, actor dramático, estrella del rock independiente, o una mezcla de todos ellos.
Se irritan y enojan aquellos que colaboran en la farsa. Lo correcto sería abogar por la eliminación de los certámenes a cargo de organismos públicos, o permitirles organizarlos pero sin jurados externos. Y que caiga sobre los posibles prevaricadores todo el peso de la ley.
Las bases de los certámenes literarios se incumplen, es más, se podría decir que están para ser incumplidas. Nos gusta hablar de Rosa Montero, que se habrá presentado a tantos premios a lo largo de su dilatada carrera, o de un individuo como Pérez Reverte. Ellos tienen su estilo y todo el mundo lo conoce, para bien o para mal. Se habrán presentado a multitud de premios y como ellos otros antes que ellos.
La grasa: es preciso engrasar los mecanismos del fraude (que no se diferencia de otros en otros ámbitos). Y que no lo parezca y que no se sepa y que exista cierto grado de unanimidad en la crítica. Todo eso necesita grasa, aceite oscuro que te pone perdido que no se quita de la ropa, aceite de automóvil, así como una oscuridad vertiginosa disfrazada de luz. El asunto del dinero público nos trae a mal traer. La grasa que pringa el universo es bastante hedionda.
A lo nuestro. La ganadora escribe poesía pop, en opinión del colectivo crítico, pero se pone trascendente. Y cita, o sea, nos comunica que ha investigado y alardea de su alta cultura. ¿Cómo, si apenas ha pasado de la veintena? ¿Qué ha leído la señorita? Porque, si ha leído unas cosas no puede haber leído otras, a ver si nos comprenden, que no le ha dado tiempo a leer, oigan.
Hemos sido testigos de algún que otro caso precoz. Uno en particular extremadamente patético que se desarrolla en un foro poético de la red. El protagonista es un niño argentino, digamos, mal aconsejado. Su papá decidió que ya que el chaval no iba a ser Messi, que por qué no iba a ser Rimbaud. Y a ello se aplicó con avaricia. Al pobre chico le está jodiendo vivo, vamos. No hay más que leer sus escandalosos versos tristes. ¡Si hasta le viste de niño poeta y lo lleva, así vestido, a dar recitales ante siete personas! (existe un paralelismo, porque la historia del niño argentino es como una versión lumpen de las felices vacaciones de nuestros jóvenes poetas).
Un niño, o una niña de veinte años, como la señorita, ha de leer a bote pronto, lo que le apetezca, libros atractivos, no coñazos, per favore. Lo triste es que estas chicas leen mucho a los autores que tienen que leer, se fuerzan y ejecutan la lectura de modo profesional, con la perspectiva de un inmediato rendimiento estilístico. Alguno sostiene o se jacta, al parecer, de que no lee a Proust porque ya otros lo han leído antes y han contado su experiencia con lujo de detalles. Es una opción, no leer a Proust, pero no es obligatorio excusarse por ello ni dar explicaciones que nadie solicita. Es decir, que a algunos se les nota la juventud también en el mal sentido. Se les nota el ansia viva, deportiva, del triunfo.
Vaya por delante que no hemos leído entero el poemario (lo que se nos antoja una ardua tarea). En realidad, lo poco que hemos saboreado... nos ha dejado totalmente indiferentes . Ejem. No seremos tan duros como los críticos de la página, para nosotros sí es poesía (es una cuestión de orden a la que no concedemos mayor importancia), pero nos deja indiferentes. Suena a ya leído una y mil veces, no arriesga un pelo, es como el pop, un género comercial, es una poesía demasiado comercial, ¿tan comercial que deja de ser poesía?, es posible, aunque nosotros diremos que es poesía y no nos emociona lo más mínimo, nos enfurece un poco, nos divierte porque está desnuda, es transparente. La palabra dicha es de plata, la que se calla, de oro. En poesía hay que hablar de uno mismo empleando ciertos artificios, si no, la sopa empacha. Todo esto es natural. Los chicos tienen que aprender el oficio. Y no es bueno empezar la casa por el tejado, pero los euros son los euros y los miles de euros bastan para actuar en los círculos bohemios.
Hablando de la web, es una página interesante. La gente que se atreve a comentar lo hace de manera doctoral, magistral. Unos días atrás asistimos a una conversación nada amistosa entre dos ¿poetas? que nos dio que pensar. Un hombre y una mujer. El tío la acusaba de mala escritora porque había leído un libro suyo de sonetos que era malo de solemnidad y ella se defendía diciendo que había estudiado los ritmos yámbicos y no sé qué más sandeces y, al final, retaba a su oponente a aprender un mínimo de latín antes de opinar sobre su trabajo (sí, a nosotros nos horroriza igual que a ustedes). El individuo, ni corto ni perezoso, aseguraba entonces que estaba dispuesto, si fuera menester, a continuar la polémica en la mismísima lengua de Nerón. Y así. Señores y señoras adultos y cultos de narices dando fe de infantilismo (porque mi padre es policía y si quiere detiene al tuyo..., y en ese plan). Con una falta absoluta de decoro. Y nosotros, que escribimos algunos sonetos, mal, pensamos que la poesía no está en los ritmos yámbicos de los profesores universitarios, que el conocimiento de las lenguas muertas no es garantía de genio, que no se puede hablar así de la poesía, porque cuando se habla así se habla de otra cosa.
La página de contracrítica poética está de moda. La gente, los participantes, se excita un poco. Un señor dice que para escribir poesía hay que leerse tropecientos poemarios excelentes, uno detrás del otro -sin alternar con oasis prosaicos poblados de ficción, bajo pena de arresto en el calabozo de la alianza editorial, y que va, que va, que va, que yo leo a Kierkegaard...- y que sólo entonces, tras superar tamaña prueba mercantil, se puede coger la pluma con ahínco para tirarse cuatro o cinco años componiendo un poemario propio, primero y resplandeciente o segundo y resplandeciente, etcétera. El señor se muestra enfadado; creemos que lo raro es que no haya escrito su diatriba directamente en latín para que no nos enteremos de nada, así que agradecemos su deferencia al expresarse en esta lengua de tercera clase, tan poco elitista. Alguien le contesta que Juan Ramón publicaba muy deprisa (por no hablar de Lope, añadimos). De momento, el tipo calla, ya veremos lo que aguantan su soberbia y magisterio. A nosotros, eso nos parece una memez. Hay que leer. Y quizás el poeta necesite más de la prosa, necesite de la prosa de una manera especial.
Ja. La crítica es fácil, el arte, difícil. Es una frase redonda, claro que sí, célebre. El crítico, según Grombrowicz, debe estar a la altura de lo criticado. En este concreto, nos consta que es así. Los miembros del colectivo son poetas profundos, los cinco lo son (saben latín). Muy superiores a la señorita. No obstante, la crítica poética sigue siendo difícil de llevar a cabo, como toda crítica. El crítico de arte ha de situarse en una posición incómoda para ejercer su trabajo, ha de colocarse por encima de para emitir su juicio. En cuestiones artísticas la humildad debe plegarse ante la capacidad. El artista será soberbio en la defensa de su obra, pero humilde en su composición y en su exposición al público. Esto debería valer también para el crítico.
Las nenas se ponen pop porque son pop y han descubierto América antes que Colón. Una que empieza con su primer bikini (y acabará, esperemos, con el primer polvillo). Muy pop. Su poesía es bien abdominal, hace abdominales de puro joven que es, sin querer los hace, incluso mientras habla por teléfono. Son gente del rollo, veteranas a los veinte.
¡Nada de eso, son arpías comerciales que arreglan concursetes de diputación provincial! -vocifera un sector proclive al inmediato linchamiento mediático-. Sin embargo, todos hemos tenido veinte años y luego veintitantos, aunque en algunos casos sea difícil creerlo, y sabemos de primera mano cómo se comporta uno a esa tierna edad, cuáles son los mecanismos mentales que impulsan la acción; hemos conocido prototipos. Así que no hay misterio y reina la claridad.
Se ve que la chica es asidua. Que sabe estar con su apariencia joven y absorta y viste los saraos. Que no se corta a la hora de recitar horribles poemas ante conocidos y extraños y lo hace apenas impostando la voz (otro cantar son sus descacharrantes grabaciones en la red), apenas impostándose, con toda la seguridad que promueve la absoluta consciencia juvenil (y nos la imaginamos recitando esos poemas llenos de reglas y clítoris para satisfacción de los babosos de siempre, señores con barriga, corbata y barba cuidadosamente afeitada).
Este afán lúdico viene de antiguo. Dickens hacía un espectáculo de la lectura de sus obras (desmayos de damas incluidos) y concedía a la actuación un valor parejo al de la escritura, un valor complementario insoslayable. Pero un recital poético...ofrece una contradicción entre la naturaleza reservada e íntima del objeto y su comercialización escénica que no acaba de resolverse en favor del arte, en nuestra opinión. El poeta debe ser un cantor, pero su canción ha de ser escuchada, a través del verso, en la conciencia del lector, no tarareada con un cubata en la mano en una fiesta editorial. El poeta no puede ser un showman, son oficios distintos.
Luego, la chica no-nominada ha hablado. Ha hablado de poetry... Tituló su libro en inglés y se quedó tan fresca. Si lo hubiese titulado en castellano no daría ese juego tan diminutivo, no podría apocopárselo con esa contundencia. No, no se puede decir que poesía tal o poesía cual, se debe decir que poetry, que se meten con poetry, pobrecita ella, pobrecito él. La jodida manía del reduccionismo nominal, que afecta a no pocas mujeres de toda edad y condición. Conocimos a unas señoras poéticas que se empeñaban en llamar endecas a los endecasílabos, heptas a los heptasílabos y alejandros a los alejandrinos (palabrita del niño Jesús); muy sofisticadas, ¡ay! (también algunos necios las seguían la corriente, no crean). Lo que hacían era devaluar, restar importancia, trivializar; prepararse el terreno. Abonar el terreno para sus mediocridades. Un endeca es algo de colegueo, de colegio, no es un verso, es una pasada, un espacio de libertad. Un endeca puede ser un verso repugnante y mal parido, ¡ah, pero como es endeca!, pues se siente... La señorita es hábil, en un sentido. Como el libro es malo, pues lo nombra en inglés que así da el pego de otra cosa más intelectual. Dice que poetry y ya casi parece que ha escrito una obra.
Bueno, ella ha hablado. Se ha quejado, no muy amargamente, es la verdad, pero con cierta resignación. Ha dicho que la reseña le ha hecho mucha gracia y que se meten con ella por ser joven y mujer. Podía haber intentado rebatir las acusaciones que con pelos y señales se vertían en el artículo, podía haber citado, lo que tanto le gusta, a otros autores en defensa de sus tesis (tísicas, pero tesis, a la postre). Podía, aunque bien es cierto que la demoledora crítica daba poco lugar a la defensa numantina.
Las chicas no leen a Proust (o tal vez sí lo lean por llevar la contraria, ya se imaginan, y por si alguien las pregunta, dado que el tema Proust está ahora mismo en el candelabro, quién sabe) sino a Silvia Plath, una tía superprofunda, suponemos. Por cierto que no se puede, ni se debe, leer todo. A nosotros nos dicen: ¿habéis leído a Proust?, y respondemos, ¿y vosotros, acaso habéis enfocado vuestras lentes de culo de vaso sobre la genuina prosa del maestro Henry Roth? Cada uno es reo de sus lecturas y la biblioteca más interesante a alguno puede parecerle aburrida. El problema del estilo es el de la elección de los referentes, sin duda. La mayoría de los escritores se deja aconsejar y no arriesga sus bazas, juega a caballo ganador y por eso lee a Proust. El problema del estilo es también el de que no basta con leer a Proust para conseguir una forma, y cuando cito a Proust estoy citando, si me apuran, hasta a Séneca, estoy mencionando a todos aquellos que los libros de texto aseguran que hay que leer. Pero nosotros creemos que no hay imprescindibles en literatura, que no puede haberlos (y ¡menos mal que no los hay!).
Y hasta aquí la opinión que nos merece el mundillo, con su profusión, su hemorragia de actos sociales, recitales, tertulias y sonados romances. Todos los días un acto social. Porque hay que dejarse ver en los locales, cultivar la pose, salir en las fotos con pinta de drogadicto.
Y la incógnita: ¿cuándo leen, cuándo escriben? Nosotros, por ejemplo, no tenemos tiempo para nada, se nos pasa en balde. Ellos sí. Ellos escriben un poema en el tiempo de Planck y lo rubrican con un último verso pop y sexy. Es su juventud.
A lo mejor estamos equivocados y al final resulta que no es poesía.
(febrero de 2011)
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a propósito de un artículo de Javier Marías
Javier Marías vuelve a deleitarnos con un artículo en El País Semanal, "Isabel monta a Fernando". Ya se sobrepasa un poco en el título. Resulta que su "colega" (y, sin embargo, amigo, añadiremos) Pérez-Reverte ha escrito una columna por ahí, en cualquiera de las muchas cabeceras donde le pagan por ello, en la que pone a bajar de un burro a la socialista Junta de Andalucía (¡anda!, qué casualidad) por haber publicado una pequeña guía para algo tan ignoto como impulsar "el conocimiento de la perspectiva ecofeminista y potenciar el lenguaje periodístico desde una perspectiva de género medioambiental". Jajaja. ¿Mande? Y repiten perspectiva, encima. Muy bien... ¿Será cierto? Nada nos extraña que Reverte ande escarbando en las miserias de la Junta de Andalucía más que en las de la de Castilla y León, por poner un ejemplo inmediato. El hombre, simplemente, se muestra coherente con su futuro. Más preocupante es que Marías lo jalee batiendo palmas de palurdo. El caso es que el panfletillo huele a tesina que tira para atrás, a trabajillo de fin de carrera. La guía del autoestopista galáctico esa (en adelante "el objeto") debe de ser un engendro y decimos que debe de ser porque del resto del artículo se desprende que Marías no se la ha leído; a lo mejor, está mal titulada o contiene algunos puntos dignos de controversia, pero es interesante: evidentemente, a don Javier no le quita el sueño que exista esa posibilidad. Debe de ser un engendro, a la vista del título surrealista, pero no precisamente por lo que Marías-Reverte la anatematizan en sus respectivos artículos.
Pues bien, una vez ha establecido la estulticia intrínseca del socialismo andaluz, a cuenta del mencionado encabezamiento, Marías se lanza de lleno al escarnio lingüístico, su terreno, y, de refilón, le arrea una hostia a Comisiones Obreras (¿?). Lástima que los borjamaris no lean mucho El País, porque habrían disfrutado de lo lindo de esta columna.
En seguida, sacan a escena, ambos dos lo sacan, Marías y Reverte (que tanto monta...) nada menos que al Rey, que lo fue de Granada, Boabdil, para denunciar con entusiasmo que los rojazos incultos del gobierno andaluz, a través del "objeto" antedicho, quieren suprimir la famosa frase que le dijo su p... madre cuando perdió la ciudad, esa estupidez franquista del "llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre", o similar, que a nosotros en tiempos escolares siempre nos pareció tan humillante y que hacía que instantáneamente simpatizáramos más con los árabes que con los cristianos, y cambiarla por otra del cansino tenor de "no llores, pues no tienes motivos para ello". Tratándose la literalidad de la frasecita de una convención claramente ahistórica, nada debería impedir a los historiadores modernos adecuarla o modificarla a su gusto, guardando, eso sí, parecida verosimilitud con la original, como desde luego ocurre en este supuesto, en el que, además, se eliminan estereotipos machistas nocivos para los jóvenes. No hay nada de malo en ello. ¿A qué viene, entonces, ese desgarramiento camisero, esa defensa a ultranza de la anécdota patria? Claro, él lo estudió, como lo estudiamos nosotros, y hay algo de soberbia en su reacción, de veneración por su educación tan esmerada y perfecta, incomparablemente más completa que las actuales degeneradas (y no digamos en Andalucía). Y hay algo de mala baba y de vamos a reírnos de las progres andaluzas que son medio lelas, Reverte, colega. Se comporta como un tradicionalista, defiende la tradición, por más casposa que esta resulte. Aquí no tiene salvación.
A estas alturas del artículo, Marías va sin freno (o en caída libre), y para demostrar a su amigo que él es también políticamente incorrecto a tope ¡la emprende con los negros!
A los afroamericanos no les gusta mucho la palabra nigger, burda imitación, por cierto, del sonido de la castellana "negro", no les hace mucha gracia, les repugna oírla y verla escrita. Afortunadamente, en los Estados Unidos hay quien se toma en serio la corrección en la política. La corrección política, tan denostada en estos lares por los de siempre, no es más que un intento de humanizar las relaciones sociales, de hacer nuestras relaciones más respetuosas y amables. Pero aquí eso cansa, agota la paciencia del dicharachero español como dios manda, aquí se habla sin pensar, de carrerilla, a tiro hecho, y un marícón es un maricón y un negro es un negro, sin remisión.
Todo por culpa de una nueva edición de las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, en la que el editor se ha permitido sustituir algunas expresiones ofensivas. Habrá que decir que, como es sabido, la esclavitud en los Estados Unidos de América fue una monstruosidad de difícil comprensión. Una gigantesca aberración social por la que la América blanca no ha respondido todavía adecuadamente (por mucho que un afroamericano haya llegado a la presidencia de la nación). Los datos relativos a la minoría afroamericana en EEUU son, a día de hoy, bastante desalentadores en su conjunto, demoledores. La posibilidad de que un joven afroamericano caiga en las redes del colosal e infrahumano sistema jurídico-penitenciario es varias veces mayor que la de un joven WASP; la mortalidad infantil, la esperanza de vida, el grado de instrucción, el paro, el consumo de drogas, todas estas variables negativas y muchas más se disparan en el caso de la comunidad afroamericana en relación con la población de origen europeo.
Algunos ciudadanos estadounidenses son sensibles a ese drama que aún ahora se desarrolla ante sus ojos. Tampoco un niño va a dejar de disfrutar del libro por no encontrar en él vocablos despectivos hacia grupos raciales, estamos seguros de ello. No obstante, en un caso como el presente, optaríamos por una introducción aclaratoria o una llamada en las palabras reemplazadas que explicase el por qué del cambio. Asunto concluido.
Marías habla como el escritor que no consentiría nunca que se alterase una coma de lo escrito por su excelsa pluma, reverenciando su arte. No se compadece. Ignora que existen palabras que hacen daño, insultos como maricón, nigger o injun , palabras que son un mal ejemplo. A nadie se le oculta que Huckleberry Finn es un libro que leen sobre todo niños y jóvenes.
En los Estados Unidos persiste un problema racial y las escuelas son multiétnicas. Es preciso introducir RESPETO allí, montañas de respeto. Que un niño afroamericano pueda leer el libro sin sentirse directamente injuriado... En resumen, no supone un problema, sino para las mentes calenturientas de algunos puristas.
Caso cerrado. Mas... ¡No! Faltaba dar su merecido a los arquetípicos malos del western. Los seres inferiores de los que se encargaba con profesionalidad el vaquero John Wayne. ¡Los indios americanos! Quedan cuatro y ni siquiera a esos cuatro puede Marías dejarlos tranquilos. Transcribiremos (lo que no hemos hecho hasta ahora), porque es preciso ver para creer: "... sustituyendo la palabra despectiva "nigger", que los personajes del siglo XIX emplean por "esclavo", y la más bien humorística "injun" (transcripción de una determinada pronunciación de "indian") por no sé bien qué, seguramente por "americano nativo", que como ahora exige el espíritu censor que se denomine a comanches, siux, cheyenes y demás". No, no es un error tipográfico, escribe siux así, que era como lo pronunciaba John Wayne. De nuevo, ¿a santo de qué viene ese desprecio? Los ciudadanos honestos no lo son por imperativo de ningún "espíritu censor", lo son por mandato de su propia conciencia. Las personas educadas (que no es lo mismo que cultas), las personas tolerantes, en una palabra: las personas decentes, no tienen inconveniente en observar ciertas normas de conducta indispensables. Si a un miembro de la nación sioux le incomoda que le llamen "indio", o "injun" o como sea que se les llamase en tiempos del salvaje oeste, tiene todo el derecho a sugerir una denominación alternativa que no ofenda sus sentimientos. El tener o no en cuenta esa clase de sugerencias es cosa de cada uno, claro está. El mismo razonamiento que hemos empleado anteriormente para "nigger" vale para "injun".
Marías y Reverte, ¡vaya pareja! Haciéndose eco el uno de las mamarrachadas del otro. Nos los imaginamos en la extremista tertulia de Intereconomía, con un vaso de vinazo al lado, ja-ja.
No. No es para tanto. No en el caso de Marías, al menos; si no frecuentara esas malas compañías... Solíamos estar de acuerdo con él en cantidad de ocasiones, singularmente en Semana Santa. Pero, ahora, parece que se retira, que anda de retirada, que pone una vela a dios y otra al diablo, que no reflexiona tanto, que se pérezrevertiza a pasos agigantados.
Concluyendo, el meollo de la cuestión, o sea, el desafortunado título de la guía de la Junta de Andalucía no daba para un artículo a una página, sino, apenas, para un párrafo jocoso; el resto son codazos en la barra del bar, chistes de gitanos y de maricones sin pizca de gracia y contados sin talento alguno. Porque, señores míos, lo que ha escrito Marías es una obscenidad, una sarta de memeces con las que a buen seguro se habrá granjeado ciertas simpatías. Es lo que tienen las amistades peligrosas.
También, como era de suponer, se quejan amargamente de lo de Twain en Libertad Digital.
(febrero de 2011)
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y Arcadi cogió su fusil
Nos hemos encontrado con un turbio altercado literario (con la iglesia hemos topado), una pelea de colegio entre el hijo del director y un estudiante aplicado. El hijo del director es cobarde y miserable, y se escuda detrás de su papá cuando se halla en apuros. El estudiante aplicado, en cambio, no teme defenderse con la verdad por delante.
Un literato facha, Arcadi Espada, provoca a un escritor, Javier Cercás (o Espada desenvainó la ídem). La gruta tenebrosa dispara estalagmitas contra la cultura. Este es uno de tantos, uno de los suyos, como Raúl del Pozo, Martín Prieto, Gustavo Bueno, ¡Umbral!, que un buen día amanecieron antisocialistas sin saber por qué; se despertaron retrógrados y con unas ganas enormes de vivir a todo confort a costa de lo que fuera. Unos con más fortuna que otros, claro está, y Espada es pobre de solemnidad, Espada va poniendo la manita. Su viraje ha sido vertiginoso; los hay que, con más categoría, dan unas vueltas antes de entrar en el redil, se hacen los tontos, amagan y corretean por el prado, sueltan coces de burro a diestro y siniestro, escenifican una lucha que no tiene lugar. Los menos agraciados, los muertos de hambre, siquiera se tumban un rato a la bartola para salir corriendo directos a la jaula.
Siempre tuvo un estilo peculiar, Arcadi, algo cabreado, algo soso, ya le afloraba la vena inconsecuente. A nosotros no nos parecía ni bien ni mal cuando escribía en El País; no agredía. Cuando se le apareció la virgen de la pasta gansa, desarrolló en tiempo récord una agresividad extraordinaria. Alentado por los tindalos de la jauría mediática, desde el primer instante, comenzó a hacer méritos para ganarse la confianza de sus amos. El progresismo, en todos sus aspectos, se convirtió en única diana de sus venenosos dardos dialécticos (su dialéctica de puños y pistolas). Tras un par de broncas importantes, conquistó el respeto de sus camaradas y se dispuso a sestear, eso sí, en estado de tertulia permanente.
Sintetizaremos el asunto. Francisco Rico abomina en un artículo de la ley contra el tabaco y termina, para fortalecer sus argumentos, aseverando que nunca se ha fumado un cigarro en su vida. Como resulta que, en realidad, es un fumador empedernido, pues alguien lo denuncia y le llueven las críticas. Tercia Cercás en la discusión defendiendo el derecho de Rico (que fue profesor suyo) a utilizar, tratándose de lo que se trataba, algún grado de falsedad en su alegato. Entonces, aparece Espada, al que nada se le había perdido en la disputa, y arremete contra Cercás: no se le ocurre nada mejor que escribir una columna afirmando que fuentes autorizadas le han informado de que Cercás ha sido detenido, de madrugada, en una redada de la policía en un burdel. Como lo oyen. Los hechos se califican por sí mismos y no perderemos el tiempo en glosarlos. Nos interesa de la anécdota su significado profundo. Nos interesa la caspa falangista.
Los malos modos de la derecha española, la extrema derecha, se extienden por nuestra geografía como una mancha de aceite industrial y no respetan ningún ámbito: la política, la economía, la cultura, ¡el deporte!
Su caudillo, el inefable Mr. Ansar, dio el pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) en los años noventa y todavía hoy siguen corriendo enloquecidos, en corrupta manada, utilizando su soez mediocridad como ariete contra las libertades. Los menos aptos (Espada, Burgos, Dávila, Ussía...), que ya es decir, en vanguardia; capaces de las mayores vilezas por una palmadita en el hombro de los auténticos conspiradores. A fin de cuentas, ellos son unos mandaos, o casi preferimos decir que son unos sicarios. Ellos ridiculizan y pervierten el oficio literario, es su trabajo. Lo peor de todo es que van creando escuela (uno puede cerciorarse de ello nada más consultar los comentarios de los lectores en cualquier periódico digital). Hay quien ha crecido con El Mundo en casa como principal fuente de información y está convencido de que su estilo periodístico es tan válido como el de El País o La Vanguardia, por ejemplo. Es decir, que cuando, a veces, vemos a algunos jóvenes defendiendo con vehemencia y tremendismo los postulados (léase los chanchullos) del partido populista, es posible que estén actuando con sinceridad, que en verdad se crean que la izquierda está formada por seres demoníacos, fumanchúes dispuestos a secuestrar el planeta, no sin antes haber entregado la sagrada piel de toro a sus archienemigos judeomasones, por supuesto. Y esto en pleno siglo XXI. Descorazonador.
Decíamos que el arte procede de los nobles ideales; sin ellos en la base, cualquier proyecto artístico se tambalea y acaba por desmoronarse. Estos mequetrefes que utilizan la literatura como una quijada de buey, como un arma de fuego, con la que acometer, fuera de sí, al adversario, saben perfectamente que no tienen nada que hacer, que en sus libros y sus artículos solo se retratan a sí mismos. ¡Ah!, pero son ricos, viven en urbanizaciones exclusivas y se van de vacaciones a Tailandia, sus hijos son monísimos (o feos como diablos, pero con una hogaza de pan debajo del brazo). He ahí el quid de la cuestión: ¿dónde está la pasta?
Bien es cierto que, según hemos podido comprobar, nuestro buen Arcadi llevaba tiempo ofuscado con Cercás (estos fachas ya se especializan), que la pugna viene de lejos (aunque puede haberse agudizado a raíz de la publicación de una novela de Cercás acerca del golpe de estado del 23-F, no demasiado grata para la caverna), pero la actitud chulesca, de matón de discoteca, o de burdel de carretera, por emplear sus propios términos, con que ha encarado este desdichado incidente, la depravación con que ha desempeñado su labor periodística (por supuesto en el "periódico" El Mundo, ¿dónde si no?), le inscriben de pleno derecho en la secuencia principal del neofascismo que asola nuestros medios de comunicación en los últimos años. Viendo cómo se expresa, con qué rabia ataca a su oponente, con qué argumentos insensatos se despacha, queda en evidencia su total declive como escritor.
Actualmente, se desata una polémica en Francia por la supresión de los actos conmemorativos del centenario de Céline que estaba previsto organizara el estado francés. Céline era un racista que escribió grandes obras... ¿Puede un fascista escribir una novela, pongamos por caso de terror gótico, excelente? En principio, no; ni de terror gótico ni de aventuras ni de amor ni de ciencia ficción ni de nada, pues solamente superando ese concepto aberrante de las relaciones humanas podría acercarse al espacio del arte. Es decir, que no se puede ser artista y fascista a un tiempo. Por otra parte, la gente cambia. Ahí está Pío Moa, otro de la guardia pretoriana, para confirmarlo: de terrorista de extrema izquierda a mártir de la cruzada; algunos, hasta en la vejez (a la vejez, viruelas: ¡pobre Gustavo Bueno!, ganándose la jubilación), dando ligeros disgustos a sus admiradores.
En cuestiones artísticas, venderse al mejor postor (que suele ser el peor) siempre tiene un precio. La belleza es verdad y la verdad belleza. Apliquemos la inmortal frase de Keats a nuestros pequeños monstruos y obtendremos el valor de su obra.
(febrero de 2011)
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comentario al ensayo de Witold Gombrowicz "Contra los poetas"
Hace tiempo que queríamos comentar el breve ensayo de Gombrowizc "Contra los poetas" ... y no veíamos el momento de hacerlo, de entrar en materia. Hemos leído a Gombrowizc (esta vez, para variar, sí lo hemos leído), si no toda su obra, sí una parte significativa de la misma, incluidos Ferdydurke y el Diario. Nos agrada, es un escritor de mucha entidad, realmente profundo. En sus obras prima la ironía inteligente, la clase de atrevimiento literario que solo está al alcance de los elegidos. Nos reímos mucho con Ferdydurke y también con La Seducción o Cosmos. Nos divertimos con la amargura justa y necesaria. No es un escritor fácil, en absoluto lo es; si el lector se deja arrastrar por la aparente liviandad, casi rayana en cierto infantilismo, de algunos pasajes de sus novelas, puede acabar perdiendo el hilo por completo. Porque Gombrowicz es un escritor totalmente convencido de su talento, seguro de sí; y no es un narrador cualquiera, sino un innovador. Su prosa apela a un nuevo consciente, no es posible aprehenderla con las herramientas típicas de la lectura, nos desarma. Para entenderlo, diríamos que se precisa una coincidencia cultural -dicho sea en un sentido amplio-, una cierta extravagancia intelectual, una predisposición.
La razón por la que habíamos contraído esta deuda (¡de honor!) es evidente, palmaria, "Contra los poetas" quiere ser un torpedo en la línea de flotación del oficio de poeta. Había que decir algo. Lo hemos hecho.
Aquí, daremos nuestra vara, diremos algo semejante a la verdad. No será la nuestra una objeción airada, porque sucede que coincidimos mucho (aun por razones dispares, como se verá más adelante) y nos solazamos con las ocurrencias y los matices del texto que solo los poetas son capaces de abarcar en la totalidad de su significado. Al menos, intentaremos tener alguna gracia.
Los alegres, los poetas noveles, sobre todo, coinciden mucho con Gombrowizc y festejan su agudeza, pero la mayoría de ellos, de igual modo, con la misma inconsciente agitación, alaba el ensayo y se identifica con su diáfano mensaje que acude al infame y moderno recital de turno a ver si se tropieza con algún divo de pacotilla (Bustamante, por ejemplo). Hemos sido jocosos testigos de algunas flagrantes contradicciones en ese sentido. Bien es cierto que a nadie se ha visto abandonar la poesía después de echarse al coleto la obrita de marras dándose golpes en el pecho como un gorila del Kilimanjaro, aunque una cosa es no tirarse de los pelos y otra no prestar la debida atención a lo que se lee. Esto no significa que haya que tomarse muy en serio el texto, al fin y al cabo, no habla sino de poesía, y de la poesía no hay que preocuparse demasiado; la poesía es una fuerza de la naturaleza, ¿que no nos gusta?, bien, siempre estará ahí. Hemos leído un comentario en el blog de crítica poética de un tipo espabilado que decía que "hay más poetas que lectores de poesía". ¡Bravo!, y aplaudimos su perspicacia. Seguramente quería decir que hay poetas que no necesitan estar al tanto de las novedades editoriales, ni les interesa conocer lo que se premia para asimilar los métodos y triunfar también en la batalla -y saquear un poco las arcas del estado-, que no se mueren por publicar un libro para mandárselo a sus amistades. Estamos convencidos de ello.
La poesía está para escribirla y dejarla por ahí, apenas a la vista, algo escondida, no para fotocopiarla. No hay lectores permanentes de poesía, a eso se le llama enfermedad. La poesía debe estar ahí, agazapada, durmiendo el sueño de los justos, hasta que se produzca el encuentro, feliz o turbulento, con el lector y su circunstancia, el hallazgo. El factor sorpresa se presiente crucial en esa confrontación, porque la poesía ha de sorprendernos siempre. Nuestros críticos de cabecera se han propuesto una empresa global, piensan leer más de trescientos libros de poesía que se han publicado el año pasado en España para hacer una selección. En esa coyuntura, la sorpresa de la que hablamos fenece en desigual combate, es imposible que aparezca lozana entre el apabullante aluvión de sinceridades y añagazas varias. ¿Qué opinaría G. de esto?, ¿diría que nuestros admirados críticos son curas con sotana y cilicio oculto?, algo así.
El ansia viva de la publicación, en los tiempos de internet, puede aplacarse con facilidad, pero la tropa lírica inunda de poemarios infames las casas consistoriales y los salones de las diputaciones provinciales. Y por ahí se pierde, la poesía pierde de tanta fotocopia, pierde brillo. Y más pierde al ser leída por el jurado compuesto por reputadas personalidades del terruño, y más destiñe todavía al ser premiada y publicada luego en una coqueta colección (en el acto de entrega del premio, allí recitada por el autor, ya se la puede dar por desconocida).
Los poetas suelen ser individuos pintorescos, o no tanto, la verdad es que no caen excesivamente simpáticos, vamos. A modo de apresurada introducción, diremos que existen diversos tipos de poetas, aunque pueden reducirse a dos muy notables: los que se dejan ver y los que no. Los primeros son los partidarios de los recitales interminables y las comidas de hermandad, los que tratan de añadir un plus estético personal a su estética literaria. Hablaremos de ello.
La verdad es que meterse con los poetas, denigrar su oficio, parece una tarea bastante simple, y, por tanto, inadecuada para los más dotados entre los sabios. Ya los niños hacen pareados ridiculizándolos. Escarnecer la poesía y a los poetas es lo que se aprende en la escuela, lo que no se olvida nunca. No obstante, Gombrowizc se aplica a su misión con dedicación y capacidad, nos trabaja el cuerpo y acto seguido nos derriba con un gancho a la mandíbula, por emplear el símil boxístico, singularmente oportuno en esta ocasión. Y es que Gombrowizc era un noble caballero, un hombre culto, educado en las mejores instituciones académicas y acostumbrado a codearse con las personalidades, un hombre de letras entrenado en el debate de ideas, un filósofo. Y sabía utilizar su inteligencia para burlarse de los demás, refinada o brutalmente, con aristocrática excentricidad.
Decimos que la poesía y los poetas son un blanco fácil. En cambio, someterla con argumentos que no rocen la imagen más vulgar de la crítica, esa imagen que reside en el cuerpo social, no es tan sencillo. Gombrowicz lo consigue con inmejorable habilidad y, sin embargo, aún deja algún resquicio para nuestra intervención. Huelga decir que no pretendemos hacer sombra al magisterio del autor, que aspiramos únicamente a arañar la superficie, a razonar desde nuestra óptica diletante.
El ensayo comienza de manera esplendorosa, dando buena prueba del cuidadoso estilo del autor, de su competencia artística (un extremo capital para la credibilidad de sus postulados). En el soberbio párrafo inicial, lanza sus primeros dardos, las primeras y brillantes invectivas. Se mofa de la "misión del Poeta" y habla de "error de estilo" y "falsedad"... Para abrir boca. No desaprovecha los renglones.
Decimos que comienza con potencia, pero ya nos da pie para el disentimiento. Y disentimos, nos hemos quedado con la boca abierta y, no obstante, discrepamos cordialmente e iniciamos aquí, en este instante decisivo, nuestro turno de réplica informal.
Nosotros suponemos que la misión del poeta no es otra que la del arte (sea cual sea esta); en cuanto al error de estilo..., prosa y poesía son dos caras de una misma moneda, pero, como es sabido, responden a intuiciones literarias diferentes, establecidas ambas y con sus códigos internos bien definidos; parece inevitable que a veces una invada el terreno de la otra (ocurre en ambas direcciones), pero sus campos de actuación están suficientemente delimitados por siglos de literatura, de modo que cualquiera que posea un cierto conocimiento de la lengua puede elegir entre escribir poesía o prosa, clásicas o innovadoras, con total libertad... y sin equivocarse.
Una vez explicitado el tono general del ensayo (el tono de elegante reproche definitivo), llega la segunda acometida, en la que trata, con proverbial éxito creativo, de desarmar a sus rivales, los poetas, por supuesto, arrogándose una descomunal "sensibilidad poética" y proclamando a un tiempo su absoluto desprecio por la poesía (¡ah, Shakespeare...!, fue también un gran poeta).
Jugada maestra, porque es una realidad que Gombrowicz posee una gran sensibilidad poética y solo hay que acudir a su obra para comprobarlo. Es una premisa de hierro, basal, pero a nosotros nos parece menos sólida, pues, si nadie pone en duda que mucha de la poesía que se ha escrito es mera palabrería, tampoco es habitual que un artista reconocido, en sus cabales, se jacte de que jamás se ha emocionado con la lectura de un poema. La anterior es una reflexión de lectores puros; nos preguntamos: ¿es posible leer -y lo decimos como españoles que somos, que cada nación tendrá sus iconos- a Hernández o a Machado, a Fray Luis o a San Juan de la Cruz, a Bécquer o a Quevedo, sin experimentar un deseo casi inconsciente de emulación, sin admirarse un poco? Nos extrañaría que esto le pasara a alguien bendecido con una especial sensibilidad poética, cuando estimamos improbable que le suceda a perico de los palotes. G. pasa por alto que la poesía responde a una necesidad del ser humano, como el resto de las artes, que su génesis está en el desarrollo de nuestras habilidades comunicativas, de nuestra inteligencia. La prosa suele poner el foco en el lector, la poesía en el autor. El poeta escribe, en primera instancia, para sí, para descubrir sus propios sentimientos, e intenta hacerlo de una manera bella siguiendo los cánones del género, como un pintor utiliza su pincel o un músico su instrumento y porque a través de la belleza, que es un anhelo de perfección, puede hilvanar con mayor nitidez sus pensamientos, dar rienda suelta a su natural vertiente competitiva y, también, captar la atención de los demás. El poeta, como el narrador, busca universalizar sus concepciones partiendo de la experiencia personal, teoriza y aguarda confirmación a sus hipótesis. Digamos que el novelista describe la mesa y el poeta la madera de que está construida, que el narrador reseña lo que pasa y el poeta lo que es.
Continúa Witold con su meritoria diatriba confesando que no conoce "nada más ridículo que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía". Permítasenos una breve carcajada... ¡Qué razón lleva! La cuestión está en que es en el poema donde el poeta puede hablar con mayor precisión de su cometido, donde mejor puede explicarse, más aún, es el único sitio donde puede explicarse; y por eso lo hace, no por una suerte de propensión a la bufonada, sino por obligación.
Seguidamente, suelta una traca que -opinamos- adolece de cierta falta de fundamento, de cierta confusión. Relata con visible satisfacción cómo fue capaz de engañar al público en repetidas ocasiones, en recitales de piano o poesía, mediante el truco de aporrear el instrumento sin tener ni idea o de leer poemas compuestos adrede de la forma más absurda, con la complicidad de algunos amigotes eminentes distribuidos por el patio de butacas que le ovacionaban y jaleaban sus actuaciones; naturalmente, el público aplaudía a rabiar (o no tanto, quizás, que quizás adorna el pasaje para dotarlo de mayor impacto) engatusado por la distinguida clac. Bien, es obvio que aquí confunde la poesía con el comercio, con el mundillo, que toma la parte por el todo, la parte de la repercusión social del fenómeno artístico. Lo mismo sucede con la narrativa, idéntico trasiego tiene lugar. Para un observador imparcial es factible que resulte cómica esa celebración superficial e indecorosa, tan capitalista. Pero esta mediocridad de la representación, esta insuficiencia escénica, no supone una descalificación de las obras poéticas o narrativas en su conjunto: tal extrapolación nos parece desmesurada, infundada, por lo que consideramos que no ayuda a la consecución del objetivo del ensayo.
Prosigue hablando del exceso, el empalagoso exceso poético. El poema le parece excesivo por estar depurado; habría que recordarle que la poesía es síntesis o no es. ¿Que no le gusta la poesía?, de acuerdo, pero que no niegue su esencia. Entendemos que Gombrowizc trata con ahínco de dogmatizar lo que no son sino apreciaciones personales y fracasa en su empeño totalizador, a pesar del vigor incuestionable de su prosa. El poeta poda su obra de elementos antipoéticos, claro; simplemente, realiza un ejercicio de condensación, estilístico, en orden a conseguir el efecto polisémico oportuno. Por más que le desagrade a nuestro autor, la poesía no puede ser prosa solo para complacerle.
Habla de la dificultad, de las trabas naturales, que proceden de la tradición (y la similitud de nuestras configuraciones neuronales), con énfasis negativo, como si fueran impedimentos insalvables para la creación. Se va repitiendo el malentendido, a cada nuevo párrafo. ¿Están agotadas la música o la pintura?, ¿acaso está agotada la palabra? No lo vemos así. ¿Es que el músico o el pintor no han de enfrentar similares dramas en el momento de la composición de su obra? Por supuesto, y algunos mal pintan bodegones nauseabundos y otros encuentran un camino alternativo, propio y estimable, que bebe de las fuentes históricas del arte para fortalecerse. Como siempre ha ocurrido.
A continuación, apunta, y cito: "Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento". Así dicho, queda muy estupendo y muy aparentemente hondo y cabal, aunque en su confrontación con la realidad, la sentencia flaquee bastante. Picasso, por ejemplo, también tenía un estilo (y como Picasso todos los grandes), pero no nos atreveríamos a tildarlo de pobre, porque Picasso, precisamente a su estilo, abarca también a Velázquez, a Goya e, incluso, al mismísimo Rubens de las ninfas con sobrepeso, y este es un hecho para los que, enarbolando nuestra raquítica sensibilidad , nos declaramos amantes de su obra. Quiere decirse que el arte se funda, por tanto, en ese empobrecimiento del estilo, en la asimilación de los precedentes que da a luz una nueva concepción.
El poeta, nos comunica Gombrowicz, "no puede expresarse a sí mismo porque tiene que expresar el Verso". Una vez más, la frase resulta certera. ¿Y si le diésemos la vuelta?: el poeta expresa el verso porque no puede expresarse a sí mismo. Creemos que esta versión se acerca más a la verdad. Es justamente en la dificultad que encuentra el hombre para expresarse a sí mismo donde florece la poesía y, en general, el arte todo.
Para G., los poetas son "sacerdotes", proclives al autobombo y la fanfarria (mucho más que los novelistas, claro), gente que se postra de hinojos ante sus Musas divinas y se halla fuera de la dura realidad de la vida, perdiendo el tiempo en su nubecita bella y favorecedora; pero él mismo se delata cuando define una concepción poética abstrusa y escasamente representativa que luego utiliza para la descalificación global.
"Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo"; correcto, y muy importante (recordemos: "la belleza es verdad y la verdad belleza...", esta frase de Keats sí que es definitva, je). También, Pessoa decía que el poeta es un fingidor.... Mas, dejemos las bromas aparte. Porque, según se mire, esto sí tiene toda la pinta de un "empobrecimiento". Y no debería usarse como un arma arrojadiza, ya que la propia naturaleza del arte excluye la burda falsedad, requiere la honestidad del autor. Y, ¿son equivalentes verdad y honestidad? Depende. Por ejemplo, en un rapto de amor, un hombre apocado puede transformarse en el más audaz de los príncipes. El poeta, como todo artista, debe ser honesto primero consigo mismo y luego con los demás; pero no es lícito exigirle que sea, precisamente, un monje, que su alma sea la más pura.
A la mitad del texto, llega el momento de profesar un ligero arrepentimiento, de una exhibición de modestia: él no es un artista sino un mero candidato a serlo y su arte se ha forjado en "contacto con el enemigo", no como el arte poético nacido de la endogamia, mafioso arte forjado en las camarillas, los cenáculos y las célebres tertulias. Parece desconocer que también existen poetas que huyen y se aíslan de los círculos académicos y editoriales, que actúan desprovistos de la infantil arrogancia que les atribuye. Aquí, a cuenta de este breve acto de contrición, aborda otro de sus temas favoritos, el de la "inmadurez", que ya tratara con éxito en Ferdydurke; sospechamos que el asunto de la inmadurez, que tanto le interesa, va despejándose conforme uno va girando alrededor del Sol, conforme uno va cumpliendo sus añitos, para bien o para mal: o se madura o no se madura y uno se muere hecho un chaval.
Avanza el ensayo y el autor se explaya en la explicación de las ideas antes apuntadas. Abunda en el problema de la insuficiencia de la poesía para expresar la realidad. Edifica en el vacío, porque parte de premisas discutibles. Dispara y da en el blanco, pero en una diana que ni siquiera ve. Ya decía Keats -siempre Keats- que un poeta es el ser menos poético que existe, la cosa más antipoética que existe. Pues bien, Gombrowizc sostiene lo contrario. Nosotros apoyamos al inglés, por propia experiencia. El principal alimento del poeta no es, o no debería ser, el sentimentalismo mal entendido del solemne canto que denuncia G., sino la compasión. A estas alturas del encuentro, empieza a irritarnos algo este juego de tomar el defecto, el trazo grueso inevitable, por el lienzo completo, este elevar la anécdota a categoría, esta intuición nacida de alguna soberbia personal que pretende erigirse en prueba de cargo irrefutable y, no obstante, permanecemos hechizados por la valentía de sus convicciones, por el realismo sucio de su retrato de los obstáculos que ha de superar todo aquel que aspire a prosperar en la literatura. Nos viene bien.
"¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!", se lamenta. Tiene mucha gracia lo que dice acerca de que el lector debe recibir su dosis poética como si fuera una hostia consagrada, con parecida reverencia, ya que el poeta, al creerse investido de un aura espiritual que le diferencia del resto de mortales, exige un sacrificio a quien desee beneficiarse de su cotizado talento (o así). Para G., el poeta debería sentir repulsión hacia su quehacer para resultar auténtico... Nosotros intuimos (también intuimos nosotros) que los artistas son, casi por mandato divino, ja, seres ciclotímicos o bipolares, con periodos de euforia y abatimiento en lo que se refiere a su función. No es posible que un poeta sienta un asco permanente por su obra, es una demanda inconcebible; repetimos: es demasiado pedir. El poeta tiene que adorar al poeta... Y, ¿dónde quedan las dudas, los resquemores, la incertidumbre inherente al proceso creativo, el anhelo de perfección? Todo soslayado, suprimido de un plumazo en aras de la coherencia interna del ensayo y para no caer en el nefasto error de estilo. No, el poeta no es una persona, ni un bohemio que vive y deja vivir, es un individuo que se pliega obediente a las reglas áureas de la Poesía en perjuicio de la verdad universal, que le hace un favor al mundo esparciendo su arte, un pelele inmerso en el rito perpetuo y la celebración descerebrada de su inanidad...
Empezamos por señalar que el concepto de realidad, del que tanto jugo obtiene, es realmente complicado de aquilatar en su verdadera dimensión, que la realidad no es lo que se ve y nada más que eso, que la percepción de nuestro entorno es variada, no única, y responde a las configuraciones mentales de los diferentes observadores tanto como a la "literalidad" de lo que observan, del mismo modo que responde a otras variables externas, que nuestro cerebro humano está diseñado de manera que completa las zonas oscuras en las que le falta la necesaria información y así elabora su imagen de la realidad que percibimos. Y podríamos terminar deslizando el tópico de la eterna discusión acerca de la definición de lo que es y no es poesía... Pero, no por no ser sacerdotes vamos a hacernos científicos; ya a Dostoievski, cuya elevada prosa es tan alabada por G., le intrigaba esa impotencia del arte frente a la realidad. Sigamos, porque aquí llega lo mejor del artículo.
La espera ha merecido la pena, por fin, ¡reconoce que también en la prosa se dan ese tipo de situaciones y comportamientos! No podemos por menos que citar: "Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos". Y en la música, y en la pintura, y en la política, y hasta en el fútbol, si nos apuran. ¡Ah!, pero esperen, ¡no!; nuestro gozo en un pozo, resulta que esa prosa irredenta ¡no lo es!, pues, en puridad, se trata de "prosa poética"; ahora se comprende el desliz, próximo al temible "e. de e.", del autor... Disculpen la chanza. O sea que la mala prosa que se escribe de rodillas y no conecta con el público, es prosa poética. ¡Alabado sea dios!
La vis cómica de Gombrowicz, aflora en los párrafos siguientes para darse al escarnio del mundillo en que prosperan los vates, y se troncha, con perdón, de las polémicas recurrentes que se producen sobre la licitud de las asonancias, entre otros asuntos baladíes, que le parecen el culmen de la superficialidad; no nos enredaremos en estas puyas que son como el eco de las anteriores. Sí nos interesa darnos por aludidos en la cuestión de la pomposidad, no porque nos afecte personalmente, sino por la innegable veracidad de su relato.
A cierta clase de poetas, los que se dejan ver que decíamos al principio, les privan los recitales, el contacto pedante con sus colegas de infortunio (ya saben, el sufrimiento eterno del poeta y demás atrocidades). A los hombres porque ligan mucho con ese aire atormentado e hiperculto y a las mujeres porque también ligan mucho con su acento desvalido y profundo. Los recitales, en nuestra opinión, son innecesarios, son actos sociales sin contenido poético real, iguales a las presentaciones de productos con un famoso de segunda fila como invitado de honor (¿Bustamante?); aunque no se diferencian en nada de los saraos editoriales que se preparan para publicitar cualquier novela infumable. El narrador y el poeta emplean el mismo tono melifluo para hablar de su obra, intentan, ante todo, mostrarse encantadores (más si otean por las inmediaciones alguna cámara de televisión, ya sea de un inmundo canal local) y no ofender a nadie. Se halagan y arrojan floripondios entre sí con exquisita falta de vergüenza, citan a mil y un autores para ponerse ellos por las nubes o fingen adicciones varias para hacerse los interesantes. En el caso de los poetas, pueden describirse tipos característicos. Ellos suelen ser altos y ligeramente desgarbados, de una forma estudiada, vestidos de tal guisa que llaman la atención sin quedar en evidencia y con cortes de pelo antiguos y modernos a la vez, muy trabajados, que, en general, vienen a expresar lo mejor de su impagable estro. Las chicas acostumbran a ir de tías raras, lo que se comprueba nada más intercambiar un par de frases con ellas; para acercarse al hombre o adelantarlo, han de ser más leídas que él, así que se las dan de intelectuales sin fisuras, ya tengan veintipocos años, ya hayan llegado a la madurez sin haber leído nada en absoluto. En la actualidad, nos encontramos en una época de transición que también se refleja en la imagen de los artistas comerciales, que no saben bien si vestirse a la moda del siglo veinte o a la del diecinueve, pero el discurso que generan sigue anclado en el vacío. Tampoco es de desdeñar el tipo de los veteranos , hombres y mujeres ya entrados en años (o, incluso, viejóvenes) y que se las saben todas. Estos visten mal, no destacan por su porte, y procuran parecer pozos de sabiduría, todo ello con idéntica falta de pudor.
Esa festiva querencia de muchos por los recitales nos resulta contraproducente, como rizar el rizo, ritualizar el rito. Los recitales no pueden ser espectáculos y, entonces, se desplazan medio inválidos, transcurren en mitad de un tedio generalizado que apenas logran disimular a través de la hipocresía social que los envuelve. Aquí, G. habla por nosotros. Hemos leído críticas periodísticas de algunos recitales multitudinarios, de los que reúnen a decenas de poetas que recitan a toda pastilla sus odas -para incomodidad del respetable, suponemos- y poseen la misma estructura que los artículos que hablan de las fiestas y bacanales de la jet set, la misma estructura y, a poco, el mismo contenido superfluo y babeante. El ambiente de verbena literaria en el que coinciden, se juntan y revuelven tantos jóvenes ávidos, rodeados de sus ávidos mentores, remite, ciertamente, al de una secta religiosa; un lugar en el que impera la unanimidad más sectaria.
Incontables ayuntamientos en todo el país convocan certámenes poéticos con motivo de sus fiestas patronales o de lo que sea, con una pequeña dotación económica y la publicación de la obra como premios, concursos cuyo acto más solemne es el de la entrega de galardones, de asistencia inexcusable para el ganador. Allí, mientras un grupo de bailes regionales ameniza el cotarro, el poeta es agasajado y puesto en ridículo de mil maneras diferentes. Todo muy popular: te pago siempre que hagas el bufón para mí. Lo más sorprendente es observar el entusiasmo con que algunos invictos juglares se entregan a la debacle. Hablan por los codos con los componentes del jurado, entre los que suele estar el concejal de cultura, que suele ser culto pero por delegación, sonríen para las innúmeras fotos y dedican ejemplares con letra gótica (o redondilla, qué más da); pero, más que nada, largan de su obra, de su poesía, de sus manías a la hora de escribir, sus arcanos referentes, y relatan anécdotas que solo pueden aspirar a suscitar un amago de sonrisa en un escenario tan favorablemente tontiastuto para ellas como ese.
Normalmente, cuando un escritor habla de su trabajo en uno de los mencionados aquelarres, con la emoción del premio y sabiéndose enfocado por los objetivos de las cámaras, no dice más que tonterías, una detrás de otra, aunque en el caso del poeta la estupidez de las declaraciones alcanza, con mucha frecuencia, cotas espeluznantes. ¿Por qué? Pues porque la poesía se explica mejor por sí misma y cuando alguien trata de explicarla o hacerla comprensible se expone, aun sin quererlo, a cubrirla de falsedades. Y, sin embargo, ahí están, desmenuzando sus metáforas ante un auditorio al que detestan y que, en secreto, los detesta en semejante medida. La poesía no permite aclaraciones, toda aclaración efectuada sobre un poema inmediatamente lo desprestigia, lo rebaja y lo desvaloriza.
La gente va a los recitales a que la vean, a que vean lo docta y profunda que es, a que los demás atisben esa faceta literaria que los engrandece y descubran la magnífica hondura de sus almas, pero, una vez allí, son incapaces de evitar las actitudes recelosas (la teatralidad del evento apenas consigue ocultar el desprecio que se profesa mutuamente la concurrencia), derivadas del miedo a que la cultura del otro sea mayor que la suya, o a que su coche o su reloj se vean más imponentes, lo que se resuelve en un simulacro, una feria de vanidades con la que nada tiene que ver la literatura.
El problema del arte es que sí debe gustarnos y encantarnos, debe llamarnos la atención, pero también debe enfrentarnos con nuestros demonios, si fuera menester. La misma obra a uno puede causarle placer y a otro desasosiego. He ahí el misterio y la grandeza del arte. El hecho artístico ha de ser bello, es decir, ha de remitir a una certeza; bello, que no bonito. Si en la escuela nos enseñan a extasiarnos con el arte, como dice G., también nos fuerzan a odiarlo íntimamente. El pueblo llano, por decirlo así, es el que más desprecia el arte y a los artistas, el que más se burla. Pongamos al pueblo ante una obra de Rothko o de Miró, leámosle un poema de Poe o una novela de Pynchon: con frecuencia, observaremos su expresión de incredulidad, no le gustan (no generalizamos, nos consta que entre la gente más sencilla hay quienes poseen sensibilidad artística). ¿Es ese el ideal que predica Gombrowicz frente al arte? La gente se muestra incómoda en los recitales o los museos porque en esos lugares se hurta el imprescindible componente de recogimiento que ha de presidir, para que tenga algún valor, el encuentro del individuo con la obra. El arte colisiona con nosotros en nuestro interior y esa celebración íntima se compadece mal con la festividad de las ceremonias públicas multitudinarias. El resto son vanos fuegos de artificio.
(marzo de 2011)
"Diario de un escritor" (F. M. Dostoievski)
Llega el momento de acercar a los lectores nuestras impresiones sobre el Diario de un escritor, de F. M. Dostoievski.
Resulta que, sorprendente o no tan sorprendentemente, Dostoievski figura entre los principales artífices de nuestra educación sentimental, y esto es así porque su novela Crimen y Castigo fue uno de los primeros grandes relatos a que tuvimos acceso en nuestra infancia, todo por obra y gracia de la televisión española de la época, a finales de los años sesenta, que programaba adaptaciones teatrales de importantes clásicos de la literatura en un espacio que llevaba por nombre (vaya, en esto no se rompieron la cabeza) La Novela. La Novela duraba media hora y se emitía de lunes a viernes en ese horario que ahora se denomina de prime-time, naturalmente, con una audiencia brutal (no había más canales).
Un inciso: esto debería hacernos reflexionar... Si hiciésemos la comparación con la programación actual de las cadenas de televisión, desde luego que estas no saldrían bien paradas. Una novela como Crimen y Castigo tiene el poder de mover las conciencias y su aceptación global en aquellos años contradice los eslóganes de los publicistas que aseguran hoy que la bazofia que producen y emiten en sus TDT responde a criterios preferenciales de la población. Pero, bueno, esto daría mucho de qué hablar y no es el objeto de la reseña, por lo que lo dejaremos estar.
La obra tiene unas mil seiscientas páginas, un tomo grueso, pero la prosa de Dostoievski posee ese carácter hipnótico de las finas plumas que hace tan agradable como instructiva su lectura. Sobre todo, nos fascina la honestidad de que hace gala el autor a lo largo de todo el volumen, una honestidad antigua, de las que ya no se estilan. ¡Qué diría el maestro de nuestro periodismo nacional de palo y tentetieso!
Porque el Diario está lleno de referencias enternecedoras a nuestros ojos instalados en la posmodernidad (que también ha muerto, según las últimas noticias, no crean). La educada pasión, la elegante pasión con la que se dirimían entonces las disputas intelectuales no tiene, desgraciadamente, parangón en esta guerra declarada en que se ha convertido el periodismo en nuestros días, donde la zafiedad, la ordinariez y cualquier clase de infamia campan por sus respetos para oprobio del genuino derecho a la información de los ciudadanos.
Hoy se pierde ese matiz que solamente descubre una escritura cuidadosa , ese tono amparado en la retórica que permite un pensamiento sosegado, que construye el pensamiento y facilita el hallazgo o hace más amable la equivocación.
Por ejemplo, es rematadamente gracioso asistir a la estupefacción del autor ante la dificultad de cruzar la gran Avenida Nevski de San Petersburgo, la Perspectiva Nevski; su descripción de la endiablada velocidad de los carruajes que la recorrían, que hacía, en su opinión, casi inevitable el atropello del osado peatón que se atreviera a probar fortuna en atravesarla, provoca hilaridad porque no se diferencia mucho de lo que se podría decir ahora de cualquiera de nuestras vertiginosas arterias urbanas. Del mismo modo, las polémicas periodísticas que refleja resultan deliciosamente sutiles en relación con las que tienen lugar en pleno siglo XXI entre nuestros atrevidos juntaletras patrios. Visto desde ese prisma, ¡cuánto hemos retrocedido!
Entre la miscelánea, podemos encontrarnos con verdaderas joyas, como las observaciones sobre el comportamiento de los rusos en los trenes (niños fumadores que le piden el tabaco a sus padres -y se lo fuman con ellos- incluidos), la preocupación del autor por la crisis de la institución familiar, o el agudo apunte acerca de los rusos y la amistad, cuando asevera que los amigos íntimos en la Rus no aceptan verse más de una vez cada cinco años (pues lo contrario sería de mal gusto y además haría peligrar la relación).
Algo que llama mucho la atención es la reverencia con que D. habla de su pueblo, en particular de los muzhiks, los campesinos, a quienes atribuye una serie de virtudes intrínsecas que contrapone con frecuencia con las ridículas actitudes europeístas de algunos de sus compatriotas más ilustrados. Se podría decir de él que aparece en las páginas como un gran nacionalista ruso, pero sería esta una visión sesgada e incompleta, pues en realidad había en su ideología una curiosa mezcla de elementos nacionalistas con postulados socialistas y otros de estricta obediencia evangélica, que constituían un corpus doctrinal presidido por un inquebrantable anhelo de justicia y una predisposición, una propensión al razonamiento abierto e imparcial, sin excesivos tabúes ni apriorismos, a la hora de definir sus posiciones políticas (otra cosa es que su habilidad dialéctica le permitiera alcanzar conclusiones razonadas que reafirmaran sus principios), que le alejaban de la cortedad de miras y el localismo que suelen envenenar los clásicos conceptos nacionales.
Tampoco es gratuita esa descripción bondadosa que hace del campesinado, al que no tiene reparo en criticar en lo tocante a diversas costumbres perniciosas de que adolecía (el alcoholismo era una de ellas), aunque siempre de un modo individual o claramente exculpatorio. Puede criticar un hecho atroz cometido por un campesino ruso y sin duda lo hace, pero adopta una suerte de método marxista de análisis que indulta los comportamientos individuales censurables de los pobres en razón de su explotación secular, un sistema que intercede y busca explicaciones. Lo que no hace es denigrar en masa, no generaliza. Lo explica mejor en unas páginas que dedica al poeta Nekrasov, cuando dice que no solo se ha de amar al pueblo de una forma abstracta, sino que también se debe respetar sinceramente lo que este ama, sus tradiciones, su fe, su historia.
Esta inclinación hacia la defensa de los desfavorecidos, suponemos tiene que ver con su detención encarcelamiento y deportación, algo que le sucedió antes de cumplir los treinta años, cuando fue acusado, junto con decenas de personas, en un famoso proceso, de pertenecer a una organización de simpatía socialista inspirada en las ideas de los utópicos franceses. En la cárcel, tuvo ocasión de convivir, de forjar su alianza, de conocer de primera mano a su pueblo, ya que él era un hombre acomodado y de buena familia que había estudiado en la universidad, poco habituado al trato directo con los trabajadores. Bien es cierto que tras su liberación su confianza en las ideas progresistas, liberales, declinó completamente, que renegó de ellas para dar paso a un humanismo cristiano que le acompañó hasta el final de sus días, pero ese poso del compromiso social adquirido en su juventud fue una constante en su obra y en todos los aspectos de su vida.
El Diario constituye un instrumento óptimo para el reconocimiento del estilo, la inmersión en una prosa exigente y, a la vez, nos permite adentrarnos en el alma del pueblo ruso expresada a través de las anécdotas, los relatos periodísticos y las reflexiones políticas del autor.
Nota aparte merecen los casos judiciales de que se hace eco. Su fascinación por el procedimiento de la justicia, con sus recién estrenados jurados populares y sus abogados defensores capaces de modificar a su antojo los hechos incontrovertibles, ocupa muchas páginas de la obra.
Su sensibilidad se desborda a la hora de glosar el proceso contra unos padres acusados de maltratar a su progenie. Por el estrado desfilan cicatrices y encierros en cuartos oscuros, varas de madera flexible y la sangre de los pequeños torturados. A la postre, los padres son absueltos por el jurado, gracias a las artes de su moderno abogado que no duda en atacar a los niños, de siete u ocho años, presentándoles como peligrosos gamberros y malvados saboteadores de la paz familiar. En realidad, en esos inicios de la justicia democrática, la sociedad todavía permitía, cerraba los ojos ante ciertas prácticas atávicas. En Inglaterra, por ejemplo, se discute hasta el presente sobre la conveniencia de enderezar a los estudiantes poco aplicados instruyendo sobre ellos una presión física moderada (como en Guantánamo) . Pero, por supuesto, las situaciones no son equiparables. En el proceso del Diario se discute abiertamente acerca del número de varas con que eran azotados los inocentes, pues de ello podía deducirse nada menos que la existencia efectiva del abuso o la del simple y legítimo ejercicio de la autoridad paterna. Mas, ¿con qué armas se enfrenta Dostoievski a los arteros manejos de la defensa? Pues con el sentido común. No un sentido común establecido y políticamente correcto (para la época, los códigos medievales), sino contemporáneo y en evolución permanente. Frente al maltrato infantil o frente a la esclavitud, siempre coexistieron opiniones diversas en las sociedades, por mucho que dichas costumbres estuvieran arraigadas por los siglos. Y aquellos que rechazaron esas lacras en los momentos en que gozaban de masiva aceptación, siempre han resultado engrandecidos por la historia.
Otro de los casos a los que dedica tiempo y espacio es el de una joven recién casada y embarazada que arroja por la ventana de un cuarto piso a la hija de su marido, de unos siete años de edad (la niña resultó milagrosamente ilesa). En esta oportunidad, D. se implica en la cuestión hasta el punto de ir a visitar con asiduidad a la acusada, a quien considera inocente, mientras permanece en la cárcel e, incluso, hasta el punto de encabezar una campaña por su absolución que fructificaría en el posterior sobreseimiento de los cargos contra ella. Agobia un poco la sensación de oscuridad científica, sicológica, la cortina mágica de la ignorancia tras la que se dilucidaban entonces asuntos tan cruciales para la vida de una persona como una condena siberiana. D. sostiene, contra la opinión de la fiscalía, que fue el embarazo, de la acusada el factor desencadenante del presunto infanticidio, al alterar momentáneamente sus facultades mentales propiciando un estado de enajenación mental transitoria, como lo denominaríamos ahora, en el instante de la comisión del crimen que la eximiría de responsabilidad penal. Un argumento piadoso que sin embargo funcionó ante los tribunales. Lo que significó que D. fuese atacado desde las tribunas periodísticas por haber actuado en contra de la infancia, lo que le molestó sobremanera y a lo que respondió casi airadamente.
Cómo se escenifica aquí la lucha entre la razón desnuda y la razón oficial. Qué ingenuidad magnífica la del hombre convencido de la rectitud de sus propósitos, más aún, la del intelectual que comprende el devenir de los acontecimientos y extrae sus propias conclusiones con el único objetivo de saber la verdad. De otra parte, aquí Dostoievski pone en práctica uno de sus axiomas; a saber, el de que es preferible interesarse por la suerte de las personas de carne y hueso a declarar el consabido amor por la humanidad en su conjunto (lo que quiere ser una crítica del socialismo).
Pues bien, como íbamos diciendo, a D. le gustaban sus compatriotas y estaba muy orgulloso de ellos como colectivo. Solo hay que ver cómo alaba las capacidades de los rusos para aprender los idiomas europeos, en contraposición con la incapacidad de los europeos para aprender su idioma, al que confiere además una superioridad sobre las otras lenguas en el sentido de la dificultad insuperable de su correcta traducción. Luego está el asunto de la honradez extrema del pueblo ruso, ochenta millones de personas honradas, todas de acuerdo para definir los grandes sentimientos de la nación, una nación inmunizada contra las tensiones sociales que desestabilizan a los grandes países de occidente, debido, precisamente, a ese espíritu fraterno que la estructura.
Es en el emotivo y exquisito discurso sobre Pushkin donde se manifiesta la más alta expresión de ese ideal humano y literario que propugna el autor. En su sentido alegato en favor del gran poeta, argumenta sobre la singularidad de Pushkin proclamando que solamente él era capaz de escribir como un inglés o un español sin que se notara que ni era inglés ni español, hasta tal extremo interiorizaba la cultura de las naciones; algo que no está al alcance, justamente, ni de españoles ni de ingleses ni de franceses ni de nadie que no sea un ruso cabal, por supuesto. Dostoievski habla muy bien de Pushkin y le atribuye una comunión perfecta con el sentir popular y dice algo muy importante, que quienes no logran esa sintonía suelen ser culpables de intentar acercar al pueblo a su nivel, de hacer reproches y tratar de mejorar al pueblo, en lugar de situarse ellos mismos al nivel popular para comprender e impregnarse de sus eternos valores. Bien, Pushkin era un aristócrata que murió en un duelo y sentía una fuerte atracción por la aventura (tanto así que, al parecer, estuvo unos meses conviviendo con una tribu de gitanos), un hombre famoso por llevar una vida, digamos, disoluta. Y no es que dudemos de las aseveraciones de D., máxime cuando no hemos leído a Pushkin ni de pasada y no podemos emitir juicio artístico alguno sobre su obra, pero quizá encontremos excesiva la utilización que hace del trabajo del joven poeta con el propósito de reafirmarse en sus teorías filosóficas. El mérito indiscutible de Pushkin sería el de haber tallado en granito los tipos característicos, los prototipos del alma rusa, aquellos con los que todos pueden identificarse correctamente, desde el muzhik al terrateniente, habiendo dado ese trascendental paso a través de su profunda compresión de los entresijos de la auténtica idiosincrasia patria. Para entendernos mejor, diremos que, para Dostoievski, Pushkin logró poner en sazón algo que ya anidaba en el pueblo confiriéndolo la categoría imperecedera del icono, algo fundamental para la construcción de cualquier identidad nacional. Sin embargo, las extrapolaciones que hace, las deducciones que extrae de esa premisa nos parecen desmesuradas, porque, bien mirado, ¿es esta la función de la literatura?, ¿es esta la misión del arte?, incluso, ¿era Pushkin de alguna forma consciente de estar realizando hazaña tan portentosa? Lástima que no esté aquí para aclararnos estas cuestiones decisivas.
Por otra parte, la Cuestión Oriental. Literalmente, a Dostoievski se le caían las lágrimas hablando de la respuesta del pueblo ruso a las atrocidades perpetradas por los turcos en Bulgaria, ese espontáneo sentimiento solidario que se agitaba en las capas más humildes de la población. Los infanticidios, los desollamientos a que sometían los musulmanes ebrios de sangre a los pobres cristianos que caían en sus manos, soliviantaban su oriental sangre fría. Natural. Las pormenorizadas descripciones de las torturas que circulaban en la prensa rusa de la época bastaban para horrorizar a cualquier alma con un mínimo de sensibilidad.
Pero había algo más hondo en su toma de conciencia, algo religioso que convertía la guerra en cruzada, una cruzada apoyada en la razón y la verdad. Porque, en realidad, D. argumentaba con gran complejidad y minuciosamente la necesidad de la intervención armada rusa que debía culminar con la conquista de Constantinopla. Sus consideraciones políticas sobre el papel de las grandes potencias, en especial de Francia, en el turbulento escenario europeo, están expuestas al modo de una opaca claridad, puesto que contienen el conocimiento de la inmediatez, ese saber que se difumina al cabo del tiempo, y al cabo del tiempo ya no parecen tan diáfanas las deducciones ni tan veraces los planteamientos, En una palabra, que es complicado entrar en el mosaico descrito de alianzas y relaciones de poder con la autoridad que lo hace el autor. No obstante, a la luz de la historia posterior, Revolución Rusa mediante, algunas de las profecías de D. da la impresión de que pueden quedar algo maltrechas, sobre todo en lo referente al descrédito del socialismo para la mentalidad del pueblo ruso o a lo inevitable de que Rusia aclarase con su palabra definitiva el orden político de toda Europa. ¿Quedan pues los análisis en entredicho al no haberse cumplido sus predicciones? Cierto, y creemos que hay un motivo que no es otro que su exagerada dependencia del hecho religioso o de la creencia frente a la ideología.
Cogido de los pelos, lo que viene a decir Dostoievski es que en Europa occidental al catolicismo se había infiltrado en el Estado corrompiéndose en el proceso (a los protestantes casi los considera ateos), mientras que en el oriente habría permanecido intacto el mensaje de Cristo (por mor de la dominación musulmana y las guerras constantes entre otros factores que no habrían permitido allí una evolución paralela a la de las iglesias occidentales-estatales), constituyéndose la Gran Madre Rusia en una especie de reserva espiritual con la misión universal de propagar por el mundo ese mensaje limpio de hermandad entre los hombres de buena voluntad. En conciencia, encontramos aquí un mesianismo nada recomendable. Pero la prosa del maestro resulta enormemente sugestiva; su engranaje estilístico consigue hacer aflorar la razón por encima del mito. Y la bondad genuina que inspira todos sus análisis, sean políticos o de otra índole, hace que sus conclusiones no repugnen al intelecto en absoluto.
Mención aparte merecen los breves relatos fantásticos que sazonan la obra, sobre todo, La Mansa. El cambio de tono que se produce entre las anotaciones del Diario, a menudo confeccionadas y corregidas a pie de imprenta -como avisa el prólogo-, y esta parte ya netamente artística del cuento es bastante drástico. Es como una ventana que se abre y deja entrar la luz del sol. Porque el estilo del Diario, siendo, como es, y como apuntábamos antes, hipnótico, lo es más por el poder reflexivo que arranca del lenguaje mismo, por su capacidad para obtener descripciones elegantes y precisas, por su fina ironía, que por su pura calidad literaria, es decir, que cuando D. escribe sus artículos en el Diario, lo hace prescindiendo de la búsqueda de la excelencia y más buscando el hacerse entender, desde luego sin rebajarse, y esto es así por la premura que le es innata al oficio periodístico. En La Mansa, por el contrario, florece en todo su esplendor el genio creativo del autor, que no se detiene y escarba y sigue escarbando en las interioridades del espíritu de sus protagonistas, que no se atasca ni se amedrenta donde otros menos dotados habrían arrojado la toalla de la introspección, por la vergüenza de mostrar los abismos del corazón humano (que son como las cosas que uno hace estando solo). Pero no, Dostoievski no se para, avanza y nos advierte seriamente sobre las consecuencias de nuestros actos. En realidad, el protagonista del cuento, hoy, habría sido detenido por corrupción de menores, ya que con más de cuarenta años no tiene reparo en casarse con una chica de dieciséis, lo que, sin embargo, debía ser muy corriente y normal por aquel entonces. El caso es que el tipo se pone en plan paternalista y severísimo con su jovencísima esposa y esta acaba suicidándose. Supongo que el ejemplo que plantea D. no es demasiado válido a nuestros ojos actuales, precisamente, por esa relación paterno-filial que el caballero establece con la chica, porque hay que denominarla de ese modo, más que conyugal o romántica, una relación que representa, sobre todo, incomprensión. Y, sin embargo, la narración cumple con su objetivo máximo de molestar al lector en su fuero interno: intriga, inquieta, refleja de un modo nada favorecedor.
Otro de los hitos del Diario está en las páginas que dedica a hablar de Anna Karenina, la novela de León Tolstói, a la que, sin ambages, califica de obra maestra (aun cuando critique algunas partes de la misma, en especial, las cuestiones de actualidad, a las que el autor no se resiste y que a D. le parecen fuera de lugar). En su análisis, se centra, como es habitual en él, en los personajes del drama, en su verosimilitud como personas físicas reales. Y lo hace con entusiasmo; con el máximo detalle desmenuza las reacciones, los actos de los protagonistas, y apenas habla de literatura, poco glosa la forma o el manejo del lenguaje. Es decir, que acude a la raíz y no le importa mucho recalcar lo obvio, esto es, la excelencia de la prosa y el oficio en la construcción de la historia, que da por descontados. Esta clase de crítica se repite también cuando habla de la pintura, pues se complace más en buscar el realismo en la apariencia de las figuras de un cuadro que en destacar el uso de la luz y la sombra o el color. La verdad es que nos gusta ese tono porque se aleja de la inmediatez y establece una crítica despojada de agresividad, resistente al paso del tiempo.
Dejamos para el final un asunto ciertamente espinoso y controvertido, que no es otro que el del presunto antisemitismo del autor. La verdad es que a lo largo de las páginas se suceden las referencias poco amables para con los "judíos", tanto así, que a Dostoievski le parece aconsejable, aprovechando varias misivas de rechazo de algunos lectores escandalizados, tratar de explicitar su postura al respecto de la cuestión hebrea, como la denomina. Así, sostiene que es el propio pueblo hebreo el que se margina de la sociedad, escudándose en su singularidad y constituyendo un "estado dentro del estado" que no favorece en nada la convivencia, y no muestra reparo en criticar abiertamente su carácter netamente capitalista, como comunidad dedicada a comerciar con el trabajo ajeno, desde una óptica que hoy con facilidad tildaríamos de filomarxista, oponiendo a la conculcación de algunos derechos fundamentales de los judíos, como la libre elección del domicilio, la explotación de los siervos. A pesar del fuerte aspecto negativo de las argumentaciones del autor, este declara al final del artículo su predisposición a superar el conflicto reconociendo al pueblo judío la plenitud de sus derechos civiles, no sin preguntarse si esa acción benévola iría acompañada de una reconsideración por parte de los agraviados de su relación con el resto de la comunidad, es decir, si los judíos responderían en medida semejante a esa buena voluntad con una relajación de sus costumbres al efecto de conseguir una mejor integración social.
¿Se podría calificar, pues, a Dostoievski de antisemita, repudiando su obra por estar contaminada de esa idea inicua? Nosotros ya habíamos esbozado nuestra línea de pensamiento al respecto de la oposición del estado francés a homenajear a Celine, precisamente, por su confeso antisemitismo. El otro día, sin ir más lejos, un intelectual (otro) escribía a favor del escritor francés mediante la genialidad de colocarle al lado ¡nada menos que a Quevedo! (como si la estatura ética del siglo XVII, con su esclavitud en boga y su justicia medieval, fuese equiparable con la del XX). Bien, nuestra postura, decíamos, es la de que el fascismo es radicalmente incompatible con el arte. Ahora, nos reafirmamos en ella, hablando del gran artista ruso. Ni los prejuicios, ni las ensoñaciones religiosas, menoscaban la valía literaria de la obra. El estilo del Diario no es sentencioso, no adoctrina, las consideraciones surgen de la reflexión y siempre dejan lugar para el matiz oportuno. No obstante, hablamos de prejuicios, y no existen los buenos prejuicios, por lo que resulta obvio que tampoco coincidimos con esa visión de la realidad, ni defendemos lo indefendible, y sinceramente opinamos que Dostoievski opta, en este caso, por seguir un camino demasiado trillado, es posible que animado por esa entelequia de comunión perfecta con el pueblo y sus afinidades que tanto le fascinaba.
En resumen, que el Diario de un escritor nos parece un libro más que recomendable, una inmersión completa en un periodo histórico tan vertiginoso como el actual, en el que las guerras por la definición de las fronteras europeas, que estaban a la orden del día, y las tensiones sociales por la irrupción de las ideas socialistas conformaban un escenario de frustración y esperanza digno de ser observado, más a través de la fina inteligencia de un escritor de una pieza, tan sólido y genial como F. M. Dostoievski.
(abril de 2011)
La Fiera Literaria
Hemos descubierto otra página de crítica, La Fiera Literaria, especializada en literatura española contemporánea. Un gran hallazgo que nos ha permitido reírnos a carcajadas durante unos cuantos días. ¡A buenas horas! -que dirán algunos-, ya que estamos hablando de un sitio de dilatada trayectoria y reconocido prestigio en la web. ¡Qué le vamos a hacer!, somos despistados. Sea como fuere, lo cierto es que durante un mes, más o menos, hemos estado leyendo detenidamente la práctica totalidad de las entradas, con el resultado antes descrito.
Pero la Fiera Literaria no es la típica página gamberra elaborada por tipos ingeniosos y entusiastas, sino una verdadera página literaria de alto nivel, en la que escriben personas inteligentes y cultas que difunden un conocimiento experto de la materia de que se trata, eso sí, con un impagable sentido del humor.
Y a nosotros (¡qué les vamos a contar que no sepan!) nos atrae esa irreverencia, nos tronchamos con el desprestigio a que someten a las vacas sagradas del establishment , esa realeza desnuda, esa corte de autores consagrados, superventas incapaces de emplear la ironía para responder a las acusaciones de sus detractores (la única arma posible).
Entrando en materia, diremos que en la Fiera se practica la crítica acompasada, un método que consiste, en líneas generales, en ir página por página señalando los errores más notables en que ha incurrido el autor, a la vez que se van haciendo consideraciones sobre el valor de la obra. Bien. Sospechamos que pocos escritores pasarían examen tan meticuloso con sobresaliente, pero es que Marías, Reverte, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Elvira Lindo, Rosa Montero, Lucía Etxeberría, entre otros de los que hemos leído reseñas en la página, no solo no aprobarían la asignatura, sino que, con un cero patatero en la cartilla, tendrían que repetir curso para bochorno de sus papis.
La agresividad contra escritores, crítica y medios se palpa en los comentarios y los artículos de la revista. Se muestran indignados. Pero ese círculo vicioso que reprueban con singular entusiasmo, se inscribe, concéntrico, en la espiral sin límite del capitalismo, es producto del sistema. Un sistema tan visible, tan previsible, incluso a los ojos de los menos observadores, que no debería dar lugar al asombro permanente, a la indignación que rezuman las crónicas de los feroces colaboradores de la página. Y, sin embargo, su furia revolucionaria consigue memorables párrafos cómicos a costa de los criticados (véanse las transcripciones de las falsas escuchas telefónicas, por ejemplo). El escarnio siempre es divertido.
Los colores de la bandera republicana redondean las páginas. Son de izquierdas. Y, naturalmente, puros (igual que sus obras) e incontaminados por la moral burguesa. Pero su izquierdismo resulta decadente, hay un no sé qué decrépito en su denuncia de la progresía, como si su reloj ideológico se hubiese detenido, no ya en Anguita (¡anacolutos!), sino... (abróchense los cinturones) ¡en García Trevijano! Ja. Desenmascarar progres ya no parece una tarea tan heroica.
Para no equivocarnos en nuestro juicio, pues no habíamos topado con el señor García Trevijano en unos cuantos años, leímos un artículo suyo que los amigos de La Fiera publicaron en portada hace unos días. Como no podía ser menos, el autor concluye que en España no existe la democracia, y lo hace tras un análisis de nuestro sistema representativo al que le falta realismo y profundidad, a partes iguales, en todo su desarrollo. Eso sí, en este caso, evita las comparaciones, critica, pero no ofrece nada mejor. Es decir, ¿dónde la democracia perfecta que demanda?, ¿en qué espejo deberíamos mirarnos? Demasiado simple, demasiado antiguo: hasta las verdades del barquero necesitan ser actualizadas de tanto en tanto.
Podrán darnos lecciones sobre literatura, con sus doctorados y sus publicaciones de prestigio, no sobre política. De la política, tenemos una idea cierta.
Ahora, y al hilo de estas reflexiones, debemos hacer un pequeño inciso; hay algo en estas páginas de la Fiera Literaria..., una cuestión de orden, algo con lo que no podemos transigir de ninguna manera, una villanía, un atropello, el atropello a un hombre honrado, a un gran escritor, Eduardo Haro Tecglen. Está bien vilipendiar a Rosa Montero, desacreditar a Marías o reírse del milhombres de Reverte, eso es un voluntariado, una acción en pro de la justicia poética, y es de agradecer, pero insultar, ridiculizar a Eduardo Haro es, como mínimo, una canallada para cualquier hombre que tenga el honor de declararse de izquierdas en este país; identificarle con los entresijos de la multinacional para la que estuvo trabajando durante sus últimos años (Prisa) es, en efecto, no haberle leído y no tener ni puta idea de lo que representaba, supone toda una declaración de intolerancia que viene a enturbiar, a contaminar la línea editorial de la página, que pierde credibilidad. Ese leninismo, ese dogmatismo político es, con diferencia, lo que peor le sienta a la Fiera, que, por lo demás, es una publicación de gran enjundia y sumamente útil para cualquier escritor.
Lo decíamos al principio: vivimos en una sociedad cuyo modelo económico es el capitalista, es decir, nos regimos por un sistema injusto. Y esa desigualdad de trato del sistema no se detiene ante la creación artística, no entiende de intangibilidades, simplemente, procesa y determina. Se nos ocurre un paralelismo con la industria discográfica: ¿se indignan tanto los compositores de música clásica o los músicos de jazz porque las multinacionales patrocinen productos de tan dudosa calidad como Lady Gaga o David Bisbal?
Pero, volviendo al asunto que nos reclama, nos vemos en la obligación de afirmar que a nosotros, que no hemos leído ninguna nevula de esos individuos, Muñoz Molina y etcétera, no nos sorprenden nada las conclusiones demoledoras de La Fiera sobre la calidad de su obra. Para ser fieramente sinceros, nos lo temíamos. Ya cualquiera se hace una idea de lo que puede dar de sí semejante troupe de artistas a través de sus numerosas y plúmbeas colaboraciones en prensa y televisión. No obstante, la página reconoce que algunos de ellos escriben menos tonterías en sus artículos periodísticos que en sus libros, lo que nos parece sensato, en especial en los casos de Marías y Grandes, aunque en el de Marías con algún reparo, pues ya decimos que va poniendo una vela a dios y otra al diablo, que se pérezrevertiza con ahínco y a ojos vistas o, dicho de otra manera: ¡que viene el PP! Los artículos de Grandes están escritos como con mucho cuidadín para no meter la gamba, perdónesenos la expresión, prescinde de cualesquiera pretensiones literarias, del lenguaje poético (con el que tan horrorosos resultados parece obtener, a tenor de las críticas feroces) y trata de lanzar mensajes muy concretos, fáciles de entender... y de confeccionar.
Estos escritores profesionales siempre tienen prisa por empezar su próximo libro. No encuentran tiempo entre tantos actos sociales a los que son invitados alrededor del mundo. Siempre llegando del viaje o preparando las maletas; arreglándose para salir o durmiendo la mona de la fiesta de la noche anterior. Esto tiene sus consecuencias. Escriben deprisa y no corrigen con suficiente minuciosidad. Algunos puede que lo fíen a su calidad innata como artistas (los más pagados de sí mismos, o más estúpidos), otros, directamente, a las campañas de marketing: la cruda realidad es que los engendros se suceden en dramática cascada, monstruos que, con el tiempo, ayudan a configurar determinados hábitos sociales, infames, para nuestra desgracia.
Empezaremos con Marías, que es un tipo interesante. Hijo de papá. Hace unas semanas le hicieron una entrevista en Babelia en la que no decía sino memeces encadenadas sobre su oficio. Cuando La Fiera le acusa de incoherente, se defiende alegando su derecho a la experimentación formal. Claro que sí, los críticos no entienden, no están a su altura, no comprenden al genio y su necesidad de innovación permanente, no agradecen las clases magistrales... En realidad, al margen de que los argumentos de sus libros sean aburridos, el lector avispado enseguida comprueba que todos los gazapos que señala La Fiera son perfectamente remediables, ya que, lejos de adornar la escritura, solo añaden confusión al conjunto. Ahí está el problema. El problema es que Marías, Nobel in péctore que debe creerse, se dedica a esparcir lentejuelas a voleo por los renglones con la esperanza de que produzcan un efecto brillante, se esfuerza en dotar a sus frases de singularidad estilística, consciente de que las tramas de sus objetos literarios carecen de la mínima enjundia exigible a un artefacto novelesco (porque tonto del todo no es); vano afán, pues, con mucha mayor frecuencia de la que se imagina, únicamente consigue quedar en espantoso ridículo: su descripción, que él pretende florida y suficientemente guarra, de una felación es lo más antierótico, lo menos indicado que hemos leído en la vida. Y, luego, esas gilipolleces mandrileñas de "y se acostaron con el uno el otro", ¡ja! Pero, por supuesto, ¡a ver quién le lleva la contraria!, con ese currículum que parece un premio Nobel in péctore, con esa devoción mariasna (tomo el palabro de La Fiera) que le profesa la crítica celtibérica en su práctica totalidad, con esa presencia caudalosa en los escaparates de todas las librerías del país. Y con esas conquistas internacionales que le permiten ser un ídolo de minorías de Oxford a Berlín, sin olvidarnos de América Latina, que supone para Marías y otros de su cuerda una prolongación del generoso mercado español.
Obtuso se nos antoja el relato que se infiere de tales arrebatos lingüísticos. Podemos sentir el desagrado de Marías al enfrentarse a la explicación de la "mamada del siglo", su remilgado disgusto al verse obligado a teclear la palabra "polla"..., intentado aparecer como un Bukowski ilustrado, con Bukowski metido entre las cejas, y pensando, con cierto alivio, en los palmetazos en la chepa que, sin duda, no tardaría en propinarle su buen amigo Reverte en caballeroso reconocimiento a tan viril fazaña. ¡Viéndose obligado!, para cubrir ese déficit testicular que arrastran sus obras completas, esa carencia, esa insuficiencia pollística o culífera que le sitúa en inferioridad de condiciones frente a sus colegas Grandes y Cía, sopesando cuidadosamente las consecuencias crematísticas de su intrépida decisión. De la misma manera, nos imaginamos el tipo de pensamiento que puede ser capaz de engendrar esos desafortunados apaños estilísticos con que obsequia a sus desprevenidos lectores, la soberbia implícita en sus garrafales meteduras de pezuño.
Realmente, García Viñó ha conseguido convertir a Marías en un "ente de risión". A menudo, leyendo sus críticas acompasadas, nos ha sido imposible contener la hilaridad. Al César, lo que es del César: García Viñó tiene mucha gracia.
Resumiendo, Marías, como otros de los aludidos, tiene un serio problema con la voz poética de su prosa. ¿Resistiría "Las correcciones", de Jonathan Franzen, la furiosa mirada de nuestros implacables? Tampoco estamos seguros. Pero Marías no es Franzen y se equivoca cuando trata de adornar sus correosos párrafos a fuerza de acumular sobre ellos su esforzada intención lírica. Tenemos a Marías en una encrucijada. Por una parte, sabe que sus argumentos carecen del gancho necesario y que solo a través de la calidad de su escritura puede salvar sus novelillas, de tal modo que sabe que tiene que ponerse trascendente si quiere seguir dando el pego. Por otra, es un completo negado para la poesía... Lo siguiente es que Marías vive de ello. Y lo que ve un lector imparcial es eso, el más o menos pundonoroso intento del escritor por conseguir un estilo. Al parecer, los criticados por la Fiera se quedan a medio camino, en el mejor de los casos; sus obras se nos presentan aburridas, infantiloides, tostones travestidos de seudofilosofía, relatos ridículos plagados de lugares comunes que elevan la falta de imaginación a la categoría del arte.
Marías, por ejemplo, con sus esotérica máquina de escribir en ristre, está tan instalado como su obra, o su obra tan apalancada como él mismo. Pero, ¡qué vamos a pedirle a él!, cuyo mayor inconveniente en esta vida parece ser el ruido que hacen los tambores de semana santa cuando las procesiones tienen la mala leche de pasar por las cercanías de su céntrico domicilio madrileño. ¡Ja!, se pasa la vida viajando de un lado para otro con sus promociones, pero su apalancamiento es general, vital: allá donde aterrice, se apalanca, como decíamos de chavales, se atoliga, o sea, que es un tío atoligao, vamos, que no da un palo al agua. Veamos, llega Marías a, pongamos por caso, Buenos Aires; alguien va a recibirle al aeropuerto y le traslada al hotel que previamente ha concertado, sin que el artista haya tenido que mover un dedo, un buen hotel, por supuesto, y bien situado, con vistas. Total, que llega Marías al hotel y se apalanca, lo mismo que ha hecho en el avión (¡que menudo apalanque de horas y horas!). Y asín.
Otros. La pareja de grandes literatos Muñoz Molina y Elvira Lindo hace tiempo que ha visto la luz, concretamente, desde que a él le nombraron director del Instituto Cervantes en la gran manzana. ¡Qué cambio drástico de perspectiva!, ¡qué maduración solemne!; naturalmente acaecida allende las fronteras de la patria, del peso excesivo de la patria que distorsiona la imagen de la realidad y nos mantiene atrapados en izquierdismos estériles y provincianos. Con semejantes ínfulas neoyorquinas, sorprende, al leerlos, la absoluta falta de elegancia de su prosa, plagada de obviedades, frases hechas y reflexiones de tal conservadurismo que parecen extraídas del rancio argumentario de un concejal populista. Llevan ambos dos (sendos, que acotaría don Javier), sobre todo ella, que en la pareja-marca-registrada se ocupa de la intendencia, años abriéndonos los ojos, haciéndonos ver lo cosmopolitas que se han vuelto desde que residen en los EEUU, lo tolerantes que han llegado a ser... con lo intolerable. ¡Vivir para ver!, Elvira Lindo, la mujer sinsustancia, la actriz ocasional precursora de la infame Aída, reina de la vergüenza ajena, señora del botijo y la almorrana, se compadece de nuestra palurda medianía.
Más aún, Almudena Grandes... De su literatura, nos figurábamos algo semejante a lo que dicen los fieras: un desastre internacional. Queremos creer que ha conseguido refinar la bastedad inicial de sus intentos, pero no estamos muy seguros de ello. ¿Para quién escribiría esta señora esos bodrios, ni siquiera pintorescos, de Malena y de Lulú?, ¿qué criterio impulsaba su escritura?, ¿por qué se empecina en ejercer un oficio cuyas exigencias desbordan tan nítidamente su capacidad?, ¿es que no se da de cuenta de lo indigno de su representación, de la bajeza moral a la que arrastra a sus incautos lectores? Los errores de concepto que asoman la patita por debajo de sus páginas son evidentes para cualquiera dotado de un mínimo de sensibilidad. Pues hasta el más tonto acaba por convencerse íntimamente de su propia ineptitud, sin duda, ella comprende que la actividad literaria le es por completo ajena... Y, no obstante, en el pecado lleva la penitencia; ¿se imaginan lo que se debe sentir viendo crecer esos engendros llenos de pollas y culos de ultramarinos, sabiendo que no hay vuelta atrás y que la gente, a la postre, va a acabar leyendo esas obscenidades de parvulario, y haciéndose, a la medida de las mismas, una idea de su autora contumaz? Jajajaja.... ¡Está escrito!, y no se puede borrar. Se siente. Ahora, lo verdaderamente incomprensible es que, lejos de exiliarse a las Bahamas para no ser reconocida (y apedreada), la susodicha se exhiba de continuo por todo el territorio de sus fechorías con peripatética pose intelectual: hay que tener poca vergüenza. Bueno..., ejem, tampoco nos dejemos llevar. Almudena Grandes no nos cae tan mal, es una mujer de izquierdas, hasta demasiado de izquierdas se nos antoja a veces, muy preocupada por dejar clara su filiación política en todo momento; lástima que su contribución a la causa se vea empañada, pierda coherencia, por la imponente burbuja capitalista que planea sobre su producción literaria.
¡Ah!, ¡predecesoras de Aída!, de Aída y de los cientos de clones de Aída que infestan nuestros aparatos de plasma; artífices de esa especie de pensamiento único televisivo que aflige a nuestra cultura audiovisual. Si el franquismo tuvo a su Alfredo Landa, la democracia tiene a Carmen Machi. Pero el landismo no dejaba de ser una burda (como todas las demás, por otra parte) maniobra de la dictadura, mientras que el machismo patrocinado por las Lindos y las Grandes es partisano fruto de la incapacidad absoluta de hacer algo mejor (como, por ejemplo, aplaudir con las orejas) de los guionistas patrios, escritores criados a la sombra de esa literatura de masas de la que nuestras heroínas son innobles, aunque supremos exponentes.
Nuestros ávidos amigos aprovecharon la coyuntura de la transición y el primer gobierno socialista para forrarse con sus historietas de terror gótico involuntario, sabedores de que, en aquellos decisivos momentos, más que la calidad de sus obras, la sociedad iba a valorar la ruptura que representaban con los caducos modelos del franquismo (para entendernos: las pollas y los coños, emblemas de su intelectualidad). Su diletante ejercicio era disculpado por la izquierda porque cada uno de ellos, antes que escritor, era "uno de los nuestros", y ¡vamos a ver qué dicen estos chicos tan simpáticos! Este fenómeno negativo también pudo observarse en otros ámbitos de la creación, como el cine o la música, que entronizaron a dos de los máximos representantes de la movida madrileña, el cineasta Almodóvar y la cantante Alaska, (sen)dos inútiles que alcanzaron una desmesurada e inmerecida fama gracias, fundamentalmente, a su descaro y su inquebrantable voluntad de epatar a toda costa al ciudadano sediento de libertad. De aquellos polvos, estos lodos.
Por fin, está Reverte, ese hombre, coleguilla de Marías (una amistad un tanto extraña la suya, a no ser que sea similar a la que se profesaban los amigos íntimos en San Petersburgo, que relataba Dostoievski, que encontraban de pésimo gusto verse más de una vez cada cinco años o, simplemente, que encontraban de pésimo gusto verse). Seguro que buscó la amistad de J. M. convencido de que este era un gran escritor porque sus novelas no le gustaban nada y casi ni las llegaba a entender, por lo que le parecían el sumun de la profundidad. No, pero Reverte es astuto, un truhán del siglo de oro, un veterano de guerra y sabe moverse con idéntica soltura por los despachos que por las barras de los bares. Concede entrevistas y sale en las fotos con pinta de pirata de la isla del tesoro. Escribe sus columnas e insulta a diestro y siniestro. Se queja amargamente de lo estúpidos e incultos que somos sus compatriotas. Nosotros creemos que lo fundamental en Reverte es su inaudita capacidad de adaptación al medio de que se trate (dicho en román paladino, su jeta): que es enviado por algún periódico a cubrir un conflicto armado, pues se coge su kit completo de periodista intrépido, esto es, de corresponsal de guerra, y ya tiene hecha la mitad (por lo menos) del trabajo; que escribe sobre la guerra de la independencia española, pues allá que te va, hecho un Daoíz y Velarde, por las tascas madrileñas, investigando mientras se pone hasta el culo de vinazo. Un self-made-man en estado puro. En cuanto a su obra -de la que no hemos leído una sola página, por supuesto, hasta ahí podríamos llegar-, nos parece elaborada, más allá de su intención, claro está, para un público de dudosos referentes literarios, o para adolescentes (¿quién dijo Verne, si tenemos a Reverte?). El hombre tiene un trabajo, nada que ver con la creación artística, y, sobre todo, mucha mala hostia y mucha cara dura, una combinación explosiva.
Para terminar (que escribir sobre estos genios agobia lo suyo), y pese a las notas negativas, en especial en lo concerniente a algunas posiciones políticas que no nos interesan y a la contradicción inherente al hecho de que, precisamente, su excesiva agresividad es la que la mantiene en una posición marginal, actuando, de alguna forma, en contra de su iniciativa, recomendamos encarecidamente la página. Nosotros hemos aprendido mucho leyendo sus desternillantes artículos y críticas. Porque los artífices y colaboradores de la Fiera Literaria son auténticos especialistas, gente tremendamente preparada que despliega una erudición apasionante.
(julio de 2011)
"Knockemstiff", de Donald Ray Pollock
Knockemstiff, Ohio, cementerio de sueños; el infierno de
Dante (versión sin escrúpulos). No quieran pasar por ahí, no hay nada que ver.
La hondonada no tiene nada que ofrecerles, salvo una serie de puñetazos en la mandíbula,
si se ponen pesados. Porque allí las calamidades son parte del diario acontecer,
forman parte de un paisaje que se nos revela genuinamente norteamericano.
El autor no trata de subrayar los efectos nocivos de la
desestructuración social que tan a fondo patentiza, sino que se limita a contar
los cadáveres que se pudren al sol después de la batalla, a observar el estado
de los maltrechos cuerpos: se atiene al procedimiento. Una vuelta más de tuerca
a K... y tendremos una magnífica
película de zombis.
Donald Ray Pollock se excusa al final y reconoce que la
gente del lugar es noble y encantadora. Donnie Ray, afirma que sus padres y él
mismo convivieron allí con seres humanos solidarios y sutiles, y nos recuerda al
bueno de Zuckerman dando explicaciones. A lo hecho, pecho, ¡hombre! Si uno se
ha criado en una cloaca, tiene derecho a una reparación, por la vía que sea. Y
si todo es ficción, entonces, los lugareños comprenderán la broma y a nadie se
le ha perdido nada en Knockemstiff, Ohio, nos tememos, que no va a recibir
menos turistas por eso, oyes.
Hemos de resaltar que, hablando del realismo sucio,
nosotros preferimos la sordidez de
Salinger o, ya puestos, el enloquecido ritmo de Jim Dodge. Nos interesan más
Carver y Ford; donde ellos insinúan, Pollock hace una demostración de fuerza,
una tour de force en la que, por
supuesto, obtiene sus galones literarios.
Si lo consideramos de una manera amplia, el
"género" abarca hasta autores como Russell Banks y Paul Auster y,
también, al Henry Roth de "A merced de una corriente salvaje" (de otra
más restrictiva el realismo sucio se agota en Tobías Wolff), y si lo hacemos de
forma más general aún, nos encontramos con nombres clave de la novela
afroamericana, como Ralph Ellison o Richard Wright, y a los desclasados Fante y
Toole. Fantástico. Este es el tipo de literatura que nos llama al orden, que
consumimos y recomendamos, del que intentamos aprender, de suerte que el
terreno por el que discurren los avatares de K... nos es fácilmente identificable.
Los cuentos del libro son tan corrosivos porque refieren
un mundo en descomposición, pero la técnica narrativa empleada es poderosa.
Como si de poemas se tratase, el autor echa el resto en los estilosos y poeticos finales, que actúan
invariablemente como puntillas clavadas en el destino de sus protagonistas.
¿Pensabais que había algún atisbo de salvación? Pues no. Y eso se le da bien a
Pollock, describir la desesperanza, la resignación, con ecuaciones bastardas cuyas
soluciones tienden al infinito.
Desde una posición acomodada, la visión de la miseria
engancha. El espectáculo de la degradación humana goza de un gran tirón comercial.
Knockemstiff
no
defrauda. Presenta un elenco inapelable de desgracias personales, de personajes
desprovistos de cualquier legado cultural, un lumpenproletariado de manual de
doctrina marxista, aun con su propia idiosincrasia autodestructiva, nada que
ver con la palurda elegancia y la sabidurida
ancestral de nuestros pueblerinos europeos, con esa decencia genética
característica de nuestras fecundas capas populares... (disculpen la chanza, no
hemos podido resistirnos).
Con el estrés de las migraciones, algunos conceptos
basales de la cultura del viejo continente quedaron dañados, tuvieron que ser
rediseñados en condiciones extremas de angustia vital. Las irreconocibles relaciones familiares que mantienen los
vecinos de K... son vivo ejemplo de
ello.
Lo que se relata en el libro, esa impresionante nómina de
desastres públicos y privados, ocurre en todas partes, pero para llevarlo negro
sobre blanco, previamente se ha de conseguir un vacío, se ha de despejar de
todo referente moral el marco de la narración, y esa insólita prestación, en el
orbe, solo la ofrecen los States. Aquí, en estos graves campos de Castilla, por
ejemplo, podríamos tratar de imitar el estilo, situando la acción en una bella
comarca bañada por el Duero, pero, lamentablemente, nuestros personajes no
actuarían con el mismo convencimiento
que los de Pollock, y el torrente de su pésima fortuna no fluiría con esa misma
condición de inevitabilidad. Nosotros no podemos sustraernos de ciertos
atavismos, de Cádiz a San Petersburgo, del yugo cultural, nos debemos, en
parte, a nuestro pasado, por eso, cuando recurrimos a los tópicos con la
intención de imponerles un mensaje moderno nos salen Aída o Las edades de Lulú,
el antiglamour. Pero, ¿qué hay más tópico en el imaginario social
estadounidense que la figura del perdedor?
Donald Ray Pollock actualiza con ardor guerrero esa figura capital que tanto nos fascina a los europeos (con nuestra honra de siglos a cuestas: antes morir que perder la vida), sin derretir el aura romántica que la rodea; pese a su demasía, se mantiene dentro de la secuencia principal. He ahí el intachable mérito de Pollock, donde otros habrían perdido pie, precipitándose al vacío en esas simas de la razón por las que discurren sus historias, él exhibe una alarmante seguridad.
Donald Ray Pollock actualiza con ardor guerrero esa figura capital que tanto nos fascina a los europeos (con nuestra honra de siglos a cuestas: antes morir que perder la vida), sin derretir el aura romántica que la rodea; pese a su demasía, se mantiene dentro de la secuencia principal. He ahí el intachable mérito de Pollock, donde otros habrían perdido pie, precipitándose al vacío en esas simas de la razón por las que discurren sus historias, él exhibe una alarmante seguridad.
Afectados por una especie de síndrome de la tierra
prometida, los pioneros, tan emprendedores ellos, quisieron reiniciar el mundo,
loable iniciativa, tratándose de un mundo de monarquía y guerra, profundamente
injusto, pero lo hicieron desde premisas difusas que confundían la libertad con
el individualismo más exacerbado y huían de la compasión en aras del progreso
material. Las consecuencias de esa abrupta y manipulada ruptura a la vista
están: una nación de extraterrestres que no ha perdido todavía sus vínculos con
el resto de la humanidad gracias a la pujanza de sus minorías étnicas, que se
resisten a asumir en su totalidad esa nueva cultura, el estilo de vida americano;
curiosamente, el autor nos informa de que, para ver a un negro, los habitantes
de K... tenían que acudir a la cercana
ciudad de Meade (una observación que, por cierto, ilustra con los comentarios
racistas del personal que se suceden a lo largo de las páginas), lo que
significa que la formidable muchachada de K...no se cruzaba con un
afroamericano más que una vez al año en la feria del condado, como si la
hondonada quisiera disputarle a ejjjjpaña el glorioso título de reserva
espiritual de occidente. Mientras en
Europa las ideas socialistas se abrían camino, en los Estados, el hombre
hecho a sí mismo que defendía su propiedad con un arma en la mano (y una biblia
en la otra) era el modelo a imitar.
Los héroes de
Pollock practican una cultura de la droga alejada de cualquier matiz épico; suponemos
que se drogan para colocarse, pero lo hacen como quien se come un bocadillo a
la hora del almuerzo, con esa misma falta de entusiasmo, todos con sus enfermedades mal tratadas, sus pies
hediondos, todos excluidos de la sociedad de la imagen, marginados; una atroz
ausencia de expectativas define su horizonte, son como náufragos que chapotean
en un mar furioso, zarandeados sin piedad por la fuerza del oleaje. El exceso
resulta tan notorio, está tan bien documentado que rechaza con facilidad la
crítica epidérmica. Y la escritura tiene ritmo, la narración atrapa y sobrecoge; la exigencia al lector es clara: simplemente
debe aceptar que los cuentos de Pollock comienzan donde terminan los de los
demás, que el oficio de Pollock es un oficio de tinieblas. El retrato es
demoledor, la foto de familia de las almas en pena que pueblan las páginas del
libro parece sacada de las mismísimas vitrinas de Leatherface.
Por fin, ¿estamos ante un duro golpe dirigido a la línea
de flotación del estilo de vida americano, o visitando la feria de los
monstruos?¿Significa el libro un: ¡Despierta, América, y mira en lo que te has
convertido!, o supone solamente el enésimo reclamo para el prime time?
Preguntas ociosas donde las hubiere, pues claro que K... juega la carta de la denuncia, claro que se nutre de esa
presunta profundidad, pero la suya es una denuncia de oenegé, es decir,
amortizada, una denuncia complaciente en su desmesurada puesta en escena, su
objetivo no es ese. Su objetivo es hacer literatura, aun a costa de presentar a
sus vecinos como seres abyectos. Entonces, hacemos una objeción a Pollock,
porque Carver nos preocupa con sus pasos al borde del abismo, Salinger nos
deleita con una prosa de anticipación que coquetea con la perversidad, pero
ambos dejan espacio para las elucubraciones del lector, que son las que ponen
realmente broche a sus dramas, no rubrican con esa energía sobrehumana que
excluye cualquier alternativa. Y ya decimos que no pierde pie, que se gana la
medalla con suficiente mérito, pero la suya es otra escritura, con un fin.
El feísmo de Knockemstiff
no nos desconcierta (los puñetazos apenas nos rozan), lo tenemos delante de las
narices, pero aquí pertenece al ámbito de los secretos de familia.
(septiembre de 2011)
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Ildikó y Claire
Recientemente, hemos tenido la ocasión de conocer a dos
mujeres, dos personas extraordinarias, dos escritoras, y las hemos conocido así
de primera mano a través de su obra, que es una buena manera de conocer a una
persona. Hemos tenido noticia de su sensibilidad, de su talento poco común. Dos
mujeres separadas en el tiempo y el espacio: una desde la Suiza actual y la
otra desde el Haití del bárbaro Duvalier. Una serbia y otra haitiana. Ambas
escritoras, cada una con su estilo, más ortodoxo la haitiana, más experimental
o más novedoso la serbia, los dos sumamente inteligentes y atractivos, plenos
de delicadeza y, a la vez, llenos de fuerza literaria.
Empezaremos con Melinda Nadj Abonji y su conmovedora obra
Las palomas emprenden el vuelo.
Melinda es serbia pero vive en Suiza y la novela es una suerte de autobiografía
o, como dice la contraportada, digamos que presenta tintes autobiográficos.
En una primera toma de contacto, la novela no se deja atrapar,
se escapa de las manos, se encabrita como un caballo salvaje (o quizás como un
poni, lo que suaviza la comparación). Esto tiene que ver con la manera de
escribir de Melinda que da una cierta impresión de bisoñez expresiva por la
profusión de signos de puntuación, en especial de comas, que parecen forzar una
lectura sincopada y poco fluida. Ah, pero es simplemente un recurso poético
que, tras los primeros capítulos, comienza a dar sus frutos en forma de placer
estético. La gran habilidad de Melinda para dibujar los personajes y esa
cualidad que ofrece su escritura de no andarse por las ramas y de llamar las
cosas por su nombre a la vez que las viste con las más finas sedas de la
lírica, acaban por conseguir un artefacto expresivo de primer orden que
comunica sin perder un ápice de calidad y sin sacrificar de ningún modo su
innegable voluntad de estilo.
Dura vida la del inmigrante. En un país como Suiza, tan
pulcro y tan suyo, tan democrático y tan suyo, tan alemán y tan suyo. Serbios
de ascendencia húngara que se resisten a dejar de lado sus tradiciones pero que
no pueden por menos que volver a su pueblo con un cochazo impresionante para
escenificar su victorioso periplo, su viaje de conquista. Sometidos a una ética
del trabajo impuesta por su propia decisión de no fracasar en la aventura.
Sin embargo, aunque no renuncia a retratar la dureza de
la experiencia diaria, la novela no se complace en aspectos negativos sino que
rebosa una forma de optimismo casi antropológica, casi cultural, quizá más
femenina, pero que en todo caso es toda una exhibición de fortaleza espiritual.
Nada más lejos del ánimo de la obra que la facilidad para revolcarse en el
dolor. La protagonista es joven y esa juventud es lo que traslada Melinda con
inusual fidelidad y acierto a las páginas de su novela, una juventud que no se
rinde y que mira hacia adelante a pesar de las dificultades y obstáculos que la
vida le va poniendo en su camino.
La autora crea un mosaico con piezas de épocas diferentes
de la vida de Ildikó, que es el precioso nombre de la hermana mayor, quien
lleva la voz cantante, la voz de la narración y es el personaje principal de la
novela. Ildikó es un ser frágil y al mismo tiempo dotado de una fuerza fuera de
lo común. Ninguna complacencia. Un ser humano, un personaje vivo, nada
acartonado, nada novelesco, nada cursi ni afectado, verosímil de una manera
extraña por lo audaz y certero de su construcción, un personaje capaz de
enamorar y de transmitir esa triste alegría de vivir tan real como la vida
misma.
El estilo tiene que ver: de una sutileza asombrosa.
Cuando te quieres dar cuenta ya estás atrapado en la red de la narración. Ya
estás viendo a Ildikó trajinando en la cafetería y ya estás fantaseando con la
ilusión de ser un cliente anónimo que lo observa todo tras su taza de café
caliente.
Las referencias a la guerra de los Balcanes están
perfectamente dosificadas y revisten un tono de autocrítica no exenta de un
cierto humor negro, como cuando la protagonista reflexiona sobre el conflicto
como si la expresión "guerra de los Balcanes" se refiriese a la
guerra como a un producto típico de la región, como quien habla del chocolate
suizo, de la morcilla de Burgos o del sol de España.
Tampoco obvia la autora el espinoso asunto de la
integración, que al final se convierte en punto culminante de la novela. El
racismo y la xenofobia tienen su apartado, como no podía ser de otra manera. Y
es que los suizos son un pueblo muy rico y muy organizado y eso suele derivar
en comportamientos mafiosos con los extranjeros que vienen con sus particulares costumbres y su bolsa vacía bajo
el brazo. Los españoles lo sabemos de primera mano, tenemos un conocimiento
certero y efectivo de lo que significa trabajar y vivir en un lugar tan
escasamente latino como ese.
Si algo puede definir la escritura de Melinda Nadj es su
radical honestidad. Una honestidad que determina forma y contenido en la
novela, discurso y mensaje. Hace poco leíamos en una revista de letras digital
un artículo en el que su autor se quejaba de lo poco que habían cambiado los
temarios de literatura española en los últimos decenios, dándose el caso de que
los adolescentes de hoy se ven obligados a leer los mismos mamotretos
imposibles que los de hace cuarenta años, haciendo especial referencia al
Cantar de Mío Cid. Bien, suponemos que hay algunas obras que por su
trascendencia e importancia en la formación del imaginario nacional son
insustituibles en esa relación de las académicamente imprescindibles: la citada
del Cantar, La Celestina, El Lazarillo, El Quijote y otras cuantas. No
obstante, qué bueno sería para nuestros jóvenes el poder acercarse a novelas
como esta de la que hablamos ahora, Las
palomas emprenden el vuelo, y cómo ayudaría su lectura en la educación
sentimental de las nuevas hornadas estudiantiles. Porque esta novela de Melinda
Nadji sí que muestra verdaderos valores universales y lo hace sin remilgos ni
patrioterismos, sin grandilocuencia ni impostación. Frente a una juventud
educada en El Cantar de Mïo Cid por un lado y la repugnante Aída (con sus
repugnantes guiones y sus desastrosos intérpretes) por otro, ¡qué bocanada de aire
fresco supondría un libro como este!. Una vacuna contra la banalidad interesada
de Aída (y todas sus gemelas, que son legión) y la barbarie apenas controlada
de gran hermano y sus iguales. Un antídoto contra el grito pelado y la
estupidez congénita que destilan los antedichos subproductos
audiovisuales, subproductos que son, de
facto, los principales educadores de una juventud alejada por completo de la
literatura, reflejo de una población adulta que, en general, no lee un libro ni
por casualidad y cuando lo lee suele elegir las peores opciones, las menos
indicadas para la formación y el crecimiento personales, por ejemplo: Pérez
Reverte, Pío Moa o las memorias de Mr. Ansar.
Ildikó y su hermana Nomi, son, pues, la antítesis de los
hermanos León, su familia es la antítesis de la de Manolito Gafotas, su madre
es la antítesis de la inefable Aída.
Melinda Nadj no precisa de situaciones límite, ni de chascarrillos
continuados, ni de imbecilidades mal copiadas de las series norteamericanas
para adolescentes, para que sus personajes resulten creíbles y entrañables.
Tampoco dramatiza en exceso, sino que deja que la narración fluya sin
sobresaltos, sin abrumar, pero con la máxima eficacia, obteniendo un efecto
emocional sobresaliente que alcanza y llega al interior de la conciencia del
lector sin que este apenas se dé cuenta. Una escritura sutil que no renuncia a
hablar claro, una síntesis de opuestos verdaderamente admirable. Las pinceladas
con las que va creando su retrato de familia, con especial mención a la abuela
de las hermanas, la entrañable Mamika (que nos recuerda a un personaje de
Gorki), son de una suavidad y una pulcritud inusuales. La brevedad de los
capítulos en que está estructurada la obra también confiere la justa agilidad a
la lectura de esa prosa penetrante y hondamente descriptiva.
Al final, es casi imposible no quedar prendado de la
autenticidad que rebosan los personajes, en especial la protagonista, la
hermosa Ildikó, con ese nombre perfecto y esa emocionante imperfección humana
que la acompaña a través de las páginas, a través de una vida llena de amor y
de todas las pequeñas cosas que todos conocemos pero que, en libros como éste,
parece nos sean relatadas por primera vez.
---
Del otro lado, el horror sin paliativos. Las tres novelas
de la haitiana Marie Vieux-Chauvet, Amor,
ira y locura, unidas en un solo volumen, respetando la unidad temática de
la obra, representan, aún hoy en día, un formidable alegato contra el
despotismo y las dictaduras. No han perdido vigencia en estos tiempos en los
que la tortura se recrudece por todas partes. No por casualidad, los
norteamericanos parecen fascinados por este horroroso fenómeno que no deja de
aparecer en sus seriales televisivos, en sus películas y en sus novelas. Es
como si Guantánamo hubiese disparado una oleada de interés por esa práctica
totalitaria, inhumana y delictiva que tanto presta y ha prestado a los
gobernantes de medio mundo desde tiempo inmemorial (aunque nos tememos que
dicho "interés" nunca ha dejado de manifestarse a través de la
historia, en todo tiempo y lugar). Hoy mismo, en España, es noticia la denuncia
por vejaciones y malos tratos interpuesta por varios manifestantes detenidos
con ocasión de una reciente protesta contra los recortes sociales del gobierno.
La serie norteamericana "24", protagonizada por el popular actor
Kiefer Sutherland es una buena prueba de ello. En la serie, Kiefer encarna a
Jack Bauer un superagente secreto de la seguridad del estado que trabaja en
misiones antiterroristas; ante las recurrentes sospechas de tener un topo
dentro de su agencia, los responsables no dudan en torturar mediante descargas
eléctricas, en una especie de picana menos brutal que las latinoamericanas pero
igual de efectiva, a sus propios compañeros de oficina: demencial, pero cierto,
y la serie de gran audiencia, como no podía ser menos. También en la ficción
terrorífica la tortura gana adeptos a pasos agigantados. La serie True Blood, al
parecer una de las favoritas de Mr. Obama, escenifica las tremendas torturas
que los vampiros se infligen unos a otros con sádica frecuencia y por cualquier
causa; un método para conseguir información que al final es también adoptado
por la policía humana y casi por cualquier otro colectivo de los que son
retratados en la serie. En cuanto a la novela, dejando de lado las recientes
incursiones en el narco mejicano de Don Winslow, ahora mismo estamos leyendo
una interesante novela, El evangelio de
las aves, del autor norteamericano Adam Novy, una especie de fábula
futurista y dislocada que está siendo un fenómeno editorial y en la que el
recurso a la tortura por parte del poder político es, más que habitual,
vergonzosamente constante. En este país nuestro, con este gobierno populista y
cercano a la extrema derecha, hace poco se ha indultado a cuatro policías
condenados en firme por torturas, mientras que, como apuntábamos más arriba,
las denuncias continúan sucediéndose y Amnistía Internacional alerta contra la
nula disposición del gobierno a erradicar esa verdadera lacra y contra sus
proyectos educativos que quieren hacer desaparecer la declaración de los
derechos humanos de los planes de estudios.
También, hace unas semanas, nos acercamos a un ensayo
corto de Anna Adell, El arte como
expiación, del que nos gustaría hablar brevemente. En el capítulo titulado
"La rentabilidad de la tortura", hace un paralelismo entre los presos
de las cárceles franquistas y los de Abu Ghraib, en Irak, en el sentido de que
ambos eran torturados, los primeros "a puerta cerrada" y los segundos
"en plaza pública". El problema de Guantánamo y de Abu Ghraib, es que
no tenemos testimonios directos (o tenemos muy pocos) de los detenidos, y
apenas nos guiamos, para hacernos nuestras composiciones de lugar sobre lo que
allí ocurre, por las escasas imágenes y videos de las vejaciones infligidas a
los prisioneros por los soldados norteamericanos (imágenes y vídeos obtenidos
por los propios torturadores, actos éstos de las grabaciones incriminatorias
que serían dignos de analizar, como dice Adell, "la necesidad de
interponer una pantalla entre el ojo y la realidad"), mientras que de las
torturas de la brigada político social y de los funcionarios de prisiones españoles
tenemos mucha mayor información de primera mano (otra cosa es que esa
información no haya encontrado los canales de difusión más oportunos y no sea
del dominio público).
Pues bien, en Haiti, durante la dictadura de Papa Doc,
François Duvalier, el horroroso sátrapa que tiranizó la isla durante más de dos
décadas instaurando un régimen de terror, la tortura era moneda común y su
brutal refinamiento cosa de todos los días para la resignada población. Para
mayor inri, Duvalier creó un cuerpo paramilitar, los Tonton Macoute, sin
remuneración oficial, lo que hacía que tuvieran que obtener sus recursos
directamente de la extorsión y el pillaje; estos son los tenebrosos hombres de
negro a que se refiere la autora en Ira,
la segunda novela y los diablos de la tercera, Locura. Por cierto que en nuestra ya lejana adolescencia, cuando
empezábamos a oír hablar de estas cuestiones tan desastrosas pero que ejercen
una poderosa influencia derivada del puro pánico sobre la mente humana, y
empezábamos a oír hablar de Pinochet y de las barbaridades que cometía la
policía chilena con los comunistas y socialistas y otros partidarios de
Allende, los Tonton Macoute siempre salían a colación como la encarnación del
mal en estado puro, representantes de la peor y más bestial dictadura del
mundo, máximos exponentes de la depravación.
Para nadie es un secreto que la tortura se alimenta de la
impunidad. Por eso son tan peligrosos los indultos y las consideraciones en esa
materia. Los verdugos deben saber que tarde o temprano serán castigados, aunque
se escondan en el último rincón de la tierra. No hay justificación para la
tortura, no sirve la tesis del gran mal a evitar, la tesis del sacrificio, tan
cristiana, que evita la catástrofe, el caso del malvado terrorista que ha
colocado una bomba en un colegio y que solo siendo sometido a tortura podría
confesar la localización exacta del explosivo. Ni siquiera en ese caso tan
extremo, ni en otros de similar contenido, de los que estamos hartos de ver en
las películas norteamericanas y ya de cualquier nacionalidad, que todos las
copian con gran descaro. El estado no puede rebajarse de esa forma. El estado
debe sustentarse sobre principios de acero, férreos, uno de los cuales, y no el
menos importante, debe ser el rechazo taxativo de esas prácticas inhumanas y
primitivas en todos sus aspectos (nada de presiones físicas moderadas ni
milongas israelitas). Este es un asunto en el que no podemos retroceder ni
actuar con tibieza.
Entonces, resulta que Marie Vieux habla de la tortura, y
habla de la tortura con la boca bien abierta, vocalizando perfectamente, a voz
en grito habla Marie, sin dejarse nada en el tintero. Habíamos leído una novela
haitiana anteriormente, Cosecha de Huesos,
de Edwidge Danticat, y también algunos de sus cuentos reunidos en el volumen
titulado ¿Krik? ¡Krak!, gran
escritora también, tal vez más romántica que Marie Vieux, menos visceral, tal
vez. Porque este Amor, ira, locura es
una carga de profundidad, un libro de los que no se olvidan fácilmente. Por su
título, podría inferirse que la secuencia de las novelas sigue una pauta
creciente, un in crescendo dramático y terrible, que el horror descrito va
agudizándose en cada una de las obras y, de alguna manera, es así, pero no
del todo, no hay en Locura más
intensidad que en Amor, ni su
denuncia aparece de forma más tibia o más subterránea. Las tres historias
forman parte de un solo hilo narrativo que no se rompe al pasar de una a otra y
ni siquiera se retuerce. El Calédu de Amor
es equivalente al comandante Cravache de Locura,
ambos representan la misma iniquidad, el salvaje ejercicio del poder omnímodo,
en realidad, ambos son el mismo personaje, que también incluye al sádico violador
de Ira; digamos que los tres
responden al mismo tipo característico del verdugo cobijado en su impunidad.
Por eso es importante la obra de Marie Vieux, que coloca un foco sobre esos sicópatas
aterradores para mostrarnos su desparpajo criminal en toda su disparatada
dimensión, la bárbara crueldad de la que hacen gala, a la que recurren con saña
y sin medida, borrachos de sangre y de dolor ajenos. Y decimos sicópatas,
sociópatas, sádicos, por no decir personas de carne y hueso tan parecidas a
nosotros y a nuestros parientes y amigos, que esta es una de las cualidades más
sobrecogedoras del fenómeno del maltrato, tomándolo en un sentido general, de
la tortura física o sicológica: la universalidad. Cualquiera puede acabar
siendo un torturador, si se dan las circunstancias oportunas para ello. En la
novela de Adam Novy, de la que hablábamos antes, uno de los personajes, que ha
sufrido en sus carnes los excesos de la represión, termina por torturar a su vez a sus
enemigos, si bien las primeras veces acaba vomitando tras las sesiones,
sometido a la contradicción de estar reproduciendo el comportamiento de
aquellos a los que tanto odiaba por el dolor que le habían causado. La mente
humana es frágil y el sufrimiento ajeno es a menudo fuente de placer
intelectual, aún entre personas que de ningún modo se atreverían a golpear o
vejar directamente a otras.
En la primera novela, Amor,
la autora nos describe la sociedad haitiana, centrándose en una familia
acomodada de provincias, una de cuyas hijas está casada con un hombre de mundo.
Sin embargo, la protagonista de la historia es la hermana soltera, Claire,
enamorada de su cuñado, que además, por esos caprichos de la genética, es la
única de piel completamente negra de la familia.
Bien es sabido cómo Duvalier, que era de raza negra,
discriminó durante su mandato dictatorial a la minoría mulata que hasta ese
momento había regido los destinos del país, constituyendo la clase más
acomodada. En esta primera novela, Marie Vieux dibuja ese estado de las cosas
dando la palabra a la aristocrática minoría mulata de piel clara -como lo era
ella misma-, casi blanca, frente a la brutalidad encarnada en el jefe de la
policía Calédu, negro como el carbón. La decadencia económica de la clase
dominante también se ve reflejada en esa primera novela, pero lo fundamental es
la mirada íntima e introspectiva de la autora sobre las relaciones
sentimentales y personales dentro la familia, entre las tres hermanas, Claire,
la mayor, soltera, que lleva el peso de la narración, Félicia, la mediana,
casada con Jean Luze, del que Claire está perdidamente enamorada y la alocada
hermana pequeña, envidiosa y consentida, con su piel clara y su belleza
africana y legendaria, Annette, que también trata de seducir a su guapo cuñado.
Ese triángulo de sangre que forman las tres hermanas y que tiene en su centro a
Jean Luze, que al final resulta ser un intelectual revolucionario, está trazado
de forma magistral. La discriminación a
la que Claire es sometida por su entorno, incluido el familiar, debido a su
color de piel nos recuerda a las insultantes pruebas de la bolsa de papel
marrón que en algunos lugares del sur de los EEUU se hacían pasar a los mulatos
para determinar sus posibilidades sociales dentro de la comunidad afroamericana
más pudiente.
La violencia larvada en el amor de Claire por Jean Luze,
explota al final de la novela cuando se produce un levantamiento popular contra
la autoridad, en el que Claire juega un inesperado e importante papel. La
insatisfacción vital de Claire, su dolorosa frustración sentimental, está
descrita con mano firme y con una autoridad espeluznante que rebosa
autenticidad y realismo por los cuatro costados, haciendo de la lectura una
experiencia tremendamente vívida, imborrable. La manera en que Claire, educada
con esmero, lectora empedernida, una dama, odia a Calédu por su desmedida
crueldad y la impunidad de que disfruta, a pesar de pertenecer ambos al mismo
grupo étnico, es una de las claves de la novela, que indaga también en las
complejas relaciones raciales que mantienen los habitantes de la pequeña ciudad
donde se desarrolla la acción.
En la segunda entrega, Ira, prevalece la descarnada crítica social y política, centrándose
en la decadencia de una familia y en el desmoronamiento del orden social a que
estaba acostumbrada y sobre el que había proyectado su futuro. La crudeza en la
exposición de los acontecimientos es una de las señas de identidad de estilo de
la autora, que no ahorra ningún disgusto al lector, por decirlo así. El proceso
degenerativo de la familia desde el padre, que ve cómo su hija debe
prostituirse, al niño minusválido que parece ejercer el papel de conciencia
colectiva con sus comentarios más propios de un adulto que de un chico de ocho
años, esta conseguido y delineado de forma magistral, e incluso se permite un
desenlace más propio de una novela policíaca que de una drama social, como para
hacer algo más liviana la impresionante carga de una narración que, por encima
de todo, transmite a la perfección el desasosiego y la fatalidad que causa la
arbitrariedad en el ejercicio del poder absoluto, lo que significa vivir bajo
una dictadura.
Para terminar, Marie Vieux echa el resto en Locura, literalmente la más
"poética" de las tres novelas, dado que sus protagonistas son poetas
perseguidos por la autoridad, algo que ya se insinúa y tiene cierta importancia
en Amor y que viene a ilustrar la
persecución a que se vieron sometidos los artistas por parte del gobierno de
Duvalier. Espléndido colofón en el que
la autora incluso juega con la literatura insertando en un capítulo varias
páginas al modo dialogado de una obra de teatro, lo que, lejos de desentonar en
el conjunto, aporta frescura al hilo narrativo, al tiempo que demuestra dominio
técnico para el cambio de registro y, de nuevo, aligera un tanto la crudelísima
densidad del mensaje.
El resultado es poderoso sin ambages, la literatura de
Marie Vieux-Chauvet, en alas de un lenguaje sumamente cuidado, de incontestable lirismo, nos traslada a una región desdichada, a un momento
histórico en que prospera la barbarie, la ley del más fuerte que desposee a las
personas de sus derechos más elementales, un despotismo capaz de corromper
cualquier buen sentimiento, de torcer voluntades y, cómo no, de crear héroes,
también entre los poetas, también entre aquellos que, a fuerza de ser dignos,
han perdido la esperanza y hasta la razón.
(diciembre de 2012)
Marcella (antes de D.)
Dos novelas breves y un volumen de cuentos. La primera de
las novelas es un fresco de la autora italiana Marcella Olschki titulado
"Una postal de 1939". Un breve recorrido por el territorio de la
adolescencia, con sus amigos y sus primeros amores, sus profesores y sus
compañeros de clase. Una experiencia fácilmente compartible, ya que, quién más
quién menos, todos tenemos nuestro bagaje similar, nuestra educación
sentimental paralela a la otra reglada y oficial. Todos recordamos a los
profesores, más en nuestro caso a los malos que a los buenos, que fueron pocos
y fugaces y apenas tuvieron tiempo de sembrar sus semillas de conocimiento en
nuestro secarral tan adusto y habitado de piedras y cardos, lleno de malestar y
de contestación. También en el de Marcella, una joven sana, con sentido del
humor, guapa según la foto que ilustra la solapa del libro, una chica simpática
con una sonrisa dulce y limpia. Pero que era una chica judía en la Italia de
1939.
El estilo de la novela es tan claro como la mirada de su
autora. Una prosa encantadora por lo que dice y por su poder de evocación de un
tiempo mejor, el de la juventud, cuando se tiene toda la vida por delante y
todavía hay espacio para las correcciones y los nuevos caminos, cuando nada es
definitivo. Y Marcella nos hace sonreír, nos hace reír con sus recuerdos, que
son los nuestros, con sus recuerdos de esa gente especial que uno conoce en su
adolescencia, esa gente que en estos países latinos suponemos que se da con
frecuencia inusitada, gente loca, personas increíbles con costumbres singulares
y pensamientos absurdos, gente absurda que en España florece como la mala
hierba, como la hierba, como una hierba cualquiera, con sus familias delirantes
y sus salidas de tono, su mal gusto o su gusto deficiente o su gusto sibarítico
y estrafalario, gente estúpida y gente inteligentísima, superdotada o
directamente dada, entregada a la burricie más absoluta. Suponemos, pues, que
en Italia el fenómeno es comparable, que también allí se dan esos elementos
intransferibles que tanto juego ofrecen a los jóvenes despiertos, esos
caracteres tan difusos y poco clasificables, esas personas pobladas de
habilidades y dones insospechados, raros, de difícil rastreo que vaya usted a
saber de dónde les vendrían y cómo los habrían adquirido. Gente con un brillo
de superioridad, un aura superior a la de los maestros y a la de cualquier
adulto, a la de los adultos todos uniformados, todos una misma persona, padre o
madre, tío o profesor del instituto, obrero de la fábrica o barrendero, todos
con su talento oculto bajo el peso de la edad.
Y Marcella tiene el don, su escritura tiene el don de
hacernos retroceder en el tiempo hasta esos momentos en que el futuro era una
página en blanco y el presente una página que se escribía siempre en el futuro,
un tiempo en que el pasado se confundía con el presente o era el presente, tan
cercano lo teníamos, tan cercano que parecía posible modificarlo a voluntad con
los actos, tan cercano que no pesaba como una losa inabarcable, inamovible.
Marcella es bella, joven, simpática. Y tiene sus amigas
en el Liceo y sus amigos. A Marcella le gusta un chico y al chico le gusta
Marcella... Ella es hermosa, inteligente, graciosa, con esa gracia imposible de
falsificar que poseen las almas puras y las sonrisas abiertas. Marcella se
enamora y nos decepciona un poco... No, no nos malinterpreten, nosotros también
le deseamos lo mejor. Nos desilusiona de esa manera en que se sufre por la
belleza que se escurre como el agua entre los dedos, de esa manera en que se
van los pasajes memorables de la juventud perdida, de una forma tan natural
como agridulce, pero necesaria, de la forma en que uno se alegra de la suerte
del amigo que parte, del familiar que emprende un viaje de destino y duración
inciertos. De otro lado, nos reconforta observar su inscripción en la corriente mayoritaria del género humano, su predisposición al amor y la ternura, su arrobamiento, sespiriano, dulcinesco. Y nos cae un poco mal el chico ya desde el principio,
aunque... bien, mentimos, al principio esperamos todo de él, esperamos que la
trate como se merece y que la haga feliz bajo pena de..., bajo cualquier pena
denigrante, edificante y ejemplar. Esperamos que se comporte como debe, como se
debe, que no se le ocurra frivolizar con los puros sentimientos de nuestra
heroína, nuestra chica de unos días (los escasos que nos dura la novelita) que
puede ser nuestra chica para siempre, dicho sea esto en ese sentido más que
figurado que enfatiza y sublima la noción de la poesía, o de la belleza desnuda
y simple. Je, nos comportamos como el tío bonachón que protege a su ojito
derecho, ese al que nadie le parece lo suficientemente bueno para su niña
bonita, de la que ni siquiera un príncipe sería digno y sí altamente sospechoso
de esconder alguna turbiedad con sus malas intenciones.
Ah, pero Marcella tendrá su episodio nocturno y tenebroso,
su opacidad, su aquelarre, sufrirá la conmoción de la bajeza humana, la incuria
envidiosa de los mediocres. Algo se cierne sobre su despreocupada o no tan
despreocupada juventud italiana; en las páginas, algo taladra y avisa, algo que
desprende un hedor conocido. Ya la bestia Mussolini ha bombardeado salvajemente
Barcelona, dicen que para impresionar a Hitler, causando centenares de víctimas
y miles de heridos entre la población civil. El fascismo avanza y no parece
encontrar oposición. En la sociedad italiana de 1939 los colegios están
dirigidos por energúmenos que se deben a la infame causa que nubla el horizonte
de la nación y de toda Europa, que hacen méritos de cara a sus gobernantes y de
cara al partido que todo lo infecta. Profesores de camisa negra esparcen su
odio por aulas y recreos. Uno de estos, provoca a nuestra princesa, la bella Marcella,
un inconveniente, una molestia, un nocivo percance que solo podrá saldarse y
arreglarse mediante un proceso judicial. No vamos a desvelar la trama final de la novela, baste
decir que el asunto tiene que ver con el título.
El caso, kafkiano, con que finaliza la obra ejerce la
función de contrapunto y de rito iniciático, como una confirmación del paso de
la adolescencia a una cierta joven madurez en la que se pone de relieve la
dificultad, a menudo insuperable, que el mundo supone para las personas de buen
corazón, para los corazones sencillos que, simplemente, procuran pasar por la
vida sin dañar al prójimo de forma gratuita.
Marcella Olschki no habría leído a Dostoievski a esas alturas de su vida (publicó la novela
cuando contaba 33 años de edad, es decir, 15 años después de que ocurrieran los
acontecimientos descritos), o quizás sí, pero no por eso renuncia a un estilo
literario, a la búsqueda de la excelencia expresiva, a la perfecta hondura en
la descripción de las personalidades de sus compañeros de pupitre, esos
personajes universales de los que todos hemos tenido noticia en nuestra
juventud estudiantil. Del mismo modo, quién más, quién menos, puede reconocerse
en las vicisitudes de ese primer amor tan genuinamente y de primera mano
narrado. Todo dentro de una brevedad que no se deja nada en el tintero y que
compone, por cierto, una bella postal. Una postal de 1939.
---
De otra parte, alguien que, evidentemente, sí ha leído al
maestro ruso, el escritor afgano exiliado en Francia Atiq Rahimi, nos presenta
su obra "Maldito sea Dostoievski", una novela de poco más de
doscientas páginas en las que radiografía, analiza la sociedad afgana actual
con inusitada precisión (sobre todo para el lector desconocedor de la realidad
profunda del país) y lo hace a través de un paralelismo, cogido de los pelos,
con la inmortal obra de Dostoievski "Crimen y Castigo". Al efecto,
Rahimi crea un personaje, el protagonista, criado en una familia de padre
comunista, durante el tiempo de la dominación soviética, que es enviado tres
años a estudiar a Leningrado, donde tiene la ocasión de conocer la obra del
genio. A su vuelta, y al cabo de los años, su confusión y desarraigo van en
aumento y se incrementan definitivamente con la llegada al poder de los
talibanes. Rasul, que así se llama nuestro joven, es una especie de
personificación de las contradicciones sociales que afligen a su entorno, pues
en él se dan cita, se mezclan los resabios de su educación en la URSS con el
sustrato cultural poco evolucionado de las costumbres ancestrales de su pueblo
y con el islamismo radical que dicta las leyes e impregna el día a día de la
vida de los habitantes de Kabul, todo ello aderezado con el ruido de los
disparos y las explosiones, omnipresente a través de la narración. El resultado
es indefinible para un occidental. Una persona de reacciones imprevisibles, por
un lado culta y por otro salvaje y fanática, incapaz de sacudirse la influencia
religiosa, atosigado por la miseria. Una mente atormentada. De tal suerte que
es factible que produzca en el lector una suerte de animadversión, de desagrado
íntimo y sorprendente, por cuanto lo normal es empatizar, coincidir, congeniar
un mínimo con el personaje central de una historia para que ésta tenga
recorrido en nuestra imaginación y no acabe por hacernos perder interés en sus
avatares. Pues bien, hemos de reconocer que Rasul nos acabó repeliendo por sus
incongruencias y debido a su comportamiento, sin que la novela perdiese, sin
embargo, atractivo literario a nuestros ojos. Nuestra impresión es que es un
efecto prediseñado por el autor, lo que confiere a la obra un significado
bastante original, en nuestra opinión. Efectivamente, Rasul no nos resultó
simpático, nos irritaba.
El argumento: Rasul mata a una vieja (je), como en la
gran novela rusa, y queda algo traumatizado el pobre. El asesinato es, digamos,
justo, ya que la señora es una arpía de aquí te espero, pero nuestro asesino
primerizo queda aplastado por el peso de la culpa y somatiza el evento quedando
sin voz, mudo de toda mudez, que no dice esta boca es mía hasta casi el final
de la obra, eso sí, piensa mucho, con fruición, y se atormenta a lo grande. El
lector asiste, preso de una cierta estupefacción, a los soliloquios mentales de
Rasul, que encuentra interesantes, y a su interacción con el resto de personajes
de la novela que resulta de lo más decepcionante debido a la imposibilidad de
ver establecida la más mínima comunicación entre las partes. Rasul quiere
hablar con su novia, de la que está perdidamente enamorado, pero no lo hace,
quiere hablar con su primo de las cosas de la familia, pero tampoco es capaz de
hacerlo, es detenido y, aunque lo intenta, no acierta a argumentar a su favor,
no logra articular una sola palabra. Este juego de escuchar los pensamientos y
de ver luego cómo no logra verbalizarlos en ningún caso, llega a exasperar al
lector (a nosotros nos exasperaba), lo que redunda en la mencionada antipatía
que puede llegar a sentir por el protagonista y sus penalidades. Cierto que el
monólogo interior torturado y contrito, recuerda a los del protagonista de
Crimen y Castigo, Raskolnikov, pero es su radical afonía, su mutismo
ensordecedor el rasgo preponderante sobre el que gravita el resto de la
narración y el que determina los acontecimientos que dan forma a la novela.
Hay detalles interesantes que contribuyen a situarnos
geográfica y temporalmente en la historia como por ejemplo la afición del mudo
Rasul al hachís y sus múltiples visitas al fumadero, donde es bien recibido
siempre que tenga algo de dinero para gastar. Parece curiosa a nuestros ojos
occidentales la manera que tienen los afganos, o éstos que relata Rahimi, de
usar la droga, todos sentados alrededor de una especie de narguile que se van
pasando unos a otros, el shilom,
mientras un anciano cuenta una historia por capítulos, día tras día... No se ve
a Rasul comprando hachís para llevárselo a su casa y fumárselo cuando le venga
en gana: o fuma en el lugar común o no lo hace.
En realidad, el cuadro, la perspectiva general que
presenta el autor resulta, desde nuestro punto de vista europeo, primitivo y
violento, como corresponde a las nociones que tenemos y que nos proporcionan
sobre todo la prensa y la televisión. El alucinante "proceso
judicial" con el que finaliza la novela no puede sino reforzar esa
impresión.
En resumen, diríamos que la novela de Atiq Rahimi es una
obra interesante que nos abre una ventana a un mundo del que tenemos noticia
apenas a través de las agencias de información, aunque lo hace para ratificarnos en algunos de los
clichés más extendidos al respecto, como el de la barbarie de los clérigos o la
violencia implacable y omnipresente en la sociedad, también sobre el estado de
extrema necesidad en el que malvive una gran parte de la población. Volvemos,
por último, a comentar el hecho relevante que constituye, a nuestro entender,
la decisión del autor no de crear un antihéroe, ya que se podría decir que
Rasul adopta alguna pauta heroica, en especial al final de la novela cuando
trata de inmolarse ante la justicia en pro de no se sabe muy bien qué intereses
beneficiosos para el cuerpo social en su conjunto, es decir, trata de
sacrificarse en aras del bien común, renunciando al amor de su prometida, por
quien, precisamente, ha cometido su crimen no tan horrendo, el hecho, decíamos,
de dibujar un personaje tan irregular y tan manifiestamente falto de atractivo
literario, un personaje que nos irrita y nos intriga a partes iguales, pero
que, en realidad, no está reñido en ningún caso con la literatura, sino que
cumple su función y no perjudica la enjundia de la narración. Tal vez esta
percepción nuestra tenga como fundamento la cultura occidental a la que
pertenecemos y tal vez para un afgano las cosas sean mucho más naturales en la
novela de lo que a nosotros nos lo parecen, menos extrañas; es posible, y hemos
de contar con esa variable a la hora de ofrecer una impresión general. Es por
eso, entre otras cosas que no rebajamos la importancia literaria de la obra y
la consideramos cuanto menos interesante para el lector europeo, también por
cierta capa de humor negro, algo sui géneris,
que baña y arropa las páginas del libro, una clase de humor diferente,
no explícito, sugerido, y algo triste.
---
La tercera pata de este banco peculiar que estamos
construyendo aquí lleva el nombre de un gran autor norteamericano actual, una
vaca sagrada de las letras, Don DeLillo (que ya en su propio nombre lleva el
tratamiento, anticipando su futura importancia y preeminencia social; y
disculpen el fatal chascarrillo, al que no hemos podido sustraernos). Se trata
de su volumen de relatos, "El ángel esmeralda", que es una
recopilación de cuentos escritos durante toda su trayectoria como escritor,
desde los primeros, que datan de los años setenta y ochenta, a los últimos de
hace apenas un par de años. De modo que la antología reúne relatos creados en
dos siglos diferentes, algo de lo que no todos los autores pueden presumir
(joke). Entrando en materia, reconocer que DeLillo es un autor ciertamente
difícil, que no se lo pone en bandeja al lector, vamos. Nosotros habíamos leído
Contrapunto, una de sus novelas, y es
en base a esa lectura que hemos hecho la observación anterior. No es que llegue
al punto críptico de Pynchon, pero sí que cultiva una escritura complicada, de acendrada índole intelectual.
El primer cuento, que data de 1979, nos parece el más
flojo del libro. Se le nota la edad, la antigüedad, se le nota el pantalón de
campana setentero y las plataformas en los pies, no porque sea una macarrada,
en absoluto, sino porque muestra un abanico de situaciones presuntamente
radicales que han perdido toda vigencia en nuestros días; incluso el lenguaje
empleado ha perdido vigencia, y el estilo, todo ha quedado fuera de onda, fuera
de la corriente principal, además de que el excesivo "localismo" que
presenta la narración nos provoca un instintivo rechazo y hace que se enciendan
todas nuestras alarmas.
Un comienzo poco prometedor que, sin embargo, no debería
desanimar a los posibles lectores de esta colección de relatos, ya que es un
hecho que va mejorando con los siguientes. No demasiado con el segundo, de
1983, pues se trata de una rara e insospechada incursión del autor en la
ciencia ficción, de la que no sale muy airoso que digamos, vaya, que no es un
Orson Scott Card; este relato navega entre la hard SF, ciencia ficción más científica
y con más referencias tecnológicas, más realista, y la soft SF, más asequible y cercana a la literatura fantástica, sin
encontrar del todo su lugar y se nos antoja un tanto farragoso y difícil de
aprehender, aunque, eso sí, mantiene una cierta intriga y cuenta con un
memorable final. Con este cuento finaliza la primera parte, que sostenemos nos parece la más débil de las tres en que se divide el libro por orden
cronológico.
En la segunda parte se halla el relato que da nombre a la
compilación, "El ángel esmeralda", y también otro que nos parece importante
y que marca, un antes y un después, a nuestro juicio en la impronta del autor
frente al género: "El corredor" (1988), en el que DeLillo se acerca
(por fin) al realismo sucio y a los grandes nombres, Carver, Salinger, Wolff, con
ese tratamiento profundo de sucesos presuntamente triviales que los caracteriza.
Se podría decir que esta segunda entrega, de las tres que
contiene el libro, es la mejor, aunque es en la tercera donde nos aguardaba la
sorpresa, la casualidad, o un pequeño truco del destino. "El ángel esmeralda"
es un buen relato, suficiente, no espectacular, pero suficiente, nos interesa
algo menos que los otros dos que lo acompañan, el mencionado "El
corredor" y "La acróbata de marfil", que probablemente sea el
más complejo o el más profundo de todos, pero tiene su encanto, y su frustración
(porque todo relato debe guardar su desencanto para ser redondo, y nos estamos
refiriendo a los finales felices).
La tercera y última parte recoge cuentos publicados ya en
el siglo XXI. El primero de ellos en 2002, "Baader-Meninhof" (no se
nos asusten, que el título es mero reclamo, mera excusa) no alcanza el punto
álgido, fuerte, de El corredor,
aunque lucha valientemente por ocupar un sitio en la corriente principal: a
medias lo consigue, un poco cogido por los pelos a la referencia del título,
que podía haber sido otro cualquiera, tal vez.
Mas, ¡ah!, de pronto, un fogonazo, un destello imposible,
el siguiente relato, ya tan reciente como de 2009, es... "Medianoche en
Dostoievski" , no, no es una broma, ¡se titula así! Y, no es por nada,
pero es, si no el mejor, sí, sin duda, uno de los dos o tres mejores del
volumen, porque tiene "miga", que es lo que un poco le falta a
DeLillo en otros, que no tienen donde rascar, que están como un poco desnudos
de tan pulidos y de tanto lenguaje soberbio y tanto manejo y elegancia. Aquí,
dejando de lado la oportunidad magnífica del título, hay una gran historia, no
una historia pequeña, corta y apretada, sino una representación vital de primer
orden. Aquí ya no hay anécdota, hay realidad poliédrica, materia literaria de
buena calidad, la materia de la que están hechos los sueños. Nos atreveríamos a
decir que es el relato más ambicioso del libro, aun matizando la afirmación, ya
que ambición hay en todos, y seriedad, pero es que en este podemos encontrar,
además, de esos ingredientes otros como el sentido del humor que hasta ese
momento no habían aparecido sino en muy minúsculas dosis y que aquí pueden
paladearse de una vez. En éste puede reconocerse el germen de algo mayor, sí.
Aunque, de otro lado, el relato es perfecto como es y no podría ser de otra
forma sin perder su encanto, porque estamos hablando de lo fundamental, uno de
los fundamentos de la vida, un clavo ardiendo en la experiencia vital, hablamos
de la manera en que, a veces, uno pierde a un amigo durante la adolescencia o
la primera juventud, una experiencia que construye, que confiere carácter y que
resulta imprescindible, una experiencia que aquí aparece exactamente reflejada.
También, el relato sirve de dique de contención del excesivo
"americanismo" (el localismo que decíamos al principio) que destilan
los demás por ese toque europeo, porque, si bien en los títulos de otros como
el mencionado "Baader.Meinhof", o incluso en el primero del libro, se
diría que el autor pretende ampliar la base de su obra con referencias
culturales diversas, en realidad se trata de un espejismo, porque el fondo de
las historias contadas es profundamente yanqui, sin concesiones. Y es este
americanismo, terriblemente presente en los dos últimos relatos del libro, los
más recientes, de 2011, el que, en nuestra opinión, resta atractivo al
conjunto. Da la impresión de que DeLillo ha escrito estos cuentos pensando en un
tipo determinado de lector, en un lector americano capaz de entrar, mejor
dicho, capaz de tirarse de cabeza a la piscina de las preocupaciones ciudadanas
de sus protagonistas, capaz de sumergirse de lleno en el océano de los
problemas existenciales de un facción de la humanidad caracterizada por su
defectuoso contacto con el resto y sus dificultades para sentir empatía hacia
sus congéneres de otras partes del mundo.
De modo que, felices coincidencias aparte, el libro nos ha
dejado con la miel en los labios, porque DeLillo escribe bien, y esto es un
hecho incontestable, no es Franzen, pero destaca como poeta, la voz poética, el
componente lírico de su prosa está bien estructurado, y sus temas,
aparentemente, son susceptibles de interesar a amplios sectores sociales, no en
vano es un escritor realista, en última instancia. Y, no obstante, alguna
decepción nos consta tras la lectura: no es Carver, no es Ford, no es Wolff...,
es... DeLIllo, y es bastante, pero no nos basta.
(febrero 2013)
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