Se acabó
el camino. El corralito ha llegado a la ciudad y nadie está a salvo de la
quiebra.
Así que
los poetas se desdicen de sus versos, los magullan
–amoratados
versos–, los meten en un cajón. Ahora se escribe hasta el final,
profundizando
el réquiem. El poema ha sido sacralizado y no era necesario. Nada más
innecesario. Acertijos
sobre la
traducción, monotemas, montones de creativos obsesionados con la Obra.
Qué
serios se ponen detrás de sus pantallas, asomados a la tronera del búnker,
protegidos por puertas de seguridad, fosos
castellanos,
mercenarios y profetas.
Estos
que ondean sus pendones de clase. Antes del parque vivían en chalets adosados
sin
problemas comunitarios, su piscina, su jardín, sus antenas parabólicas. No
tardaban en mirar por encima del hombro,
soñaban
con sus títulos y emblemas, distinciones y másteres del universo. El mundo
del
trabajo era para ellos un ente literario y ajeno, su esfuerzo consistía en una
buena conversación junto a la chimenea.
Creían
en la media maratón, el ejercicio compacto y disuasorio. Leían la mitad de la
mitad.
Ahora se
escuchan los disparos en medio de una frase afortunada. En medio de un
decálogo: no matarás. O son
bengalas
una noche de fiesta. Trajes largos, colorido y luz. El primer cementerio fue la
luz,
que se
deshizo en lenguas vivas, fue al carajo con sus preciosidades. Luego se
multiplicaron los gestos como panes,
hubo
comisiones de investigación. La policía detuvo a un señor bajito.
Jordan había
declarado. En una servilleta, no. Tampoco en la corteza del árbol; en la tierra
con un palito pequeño
dibujar
un pez como los santos, delinear un espacio impresionista, la escena del sofá.
Nada de escribir
un verso
en pocas líneas, en pocas palabras, la síntesis y ya. Jordan había
escrito
un manual de ajedrez, un custodio fonético, el canon de la zoología (con un
perro así: Mason-Dixon Line).
El arte
funesto de recobrar el sentido solo con mirar de frente al límpido horizonte y
sus matrioskas. Perversa
realidad
a reventar de hierba poderosa, ¡ese color histérico! El poema contenía
besos y
era, por tanto, un poema de amor; mas no era posible.
Los
besos alquilaban buhardillas con techos abuhardillados y diminutos pasillos
para perderse en ellos como Alicia
en su
disfraz. Los besos tenían gato y grababan sus mohines. Era una farmacia de
besos
dentro
del poema y el corralito sangrando contra los poetas-ellos henchidos de
elocuencia y bastardeo, diputados en cortes,
viejos
sátrapas o jovenzuelos sin óbice. Jovencitas enchufadas o viejas con
dinosaurio. Todos
inefables
como una ópera o un viaje al Canadá. Poetas de vacaciones, de etiqueta, a punto
de tomar el tren con desenfado,
el té por
cortesía; ellos tan distintos a los pobres.
Oh, pero
Jordan tiene su profesión en regla cuando ellos amanecen despavoridos de luna.
Ella ha dado la medida
de su
carácter, ha jurado el cargo ante un retén de dioses indecibles. Estaba tan
guapa,
tan
desparecida, había comenzado la felicidad, un llanto inexpugnable. Sus manos
enviudaban la victoria de la naturaleza,
creaban
una flor tras otra, mesiánicas, orgánicas, a tumba abierta
lanzadas
contra el peso de la fe, la rosa pendular de sus mejillas latiendo en un
suspiro: eso y el caramelo de su voz.