Y sin decir ni esta boca es mía, muerto con siete vidas de adelanto, eco del río que en la lejanía fluye constante entre la sed y el llanto. Mudo como una santa cofradía, una estatua de sal, un camposanto, ciego como la noche que desvía hacia las sombras su estrellado manto. Espíritu que va de boca en boca mordiéndose la lengua que le toca a dentelladas secas y feroces. Callado como el beso de la tierra, el umbral de una puerta que se cierra, la tumba abierta de un millón de voces. La cumbre se entrevé bajo la altura, cerca del cielo en bruto del vacío, el aire lentamente la tritura, labor de hielo y siembra de rocío. Cima y raíz de tanta desmesura y, por elevación, recto desvío hacia el cálido verso que madura a la sombra famélica del frío. Alma que ¡sabe dios lo que se inventa!, pero sabe de dios más de la cuenta y nunca echó la eternidad en falta. Ángulo ciego que a la luz se arroja como al viento colérico la hoja y al silencio abismal la voz más alta. FELIZ AÑO NUEVO A TODOS
Alma de ciudad, nubes pálidas de smog, humo de chimeneas (al dente), humo de corazones preciosos. El alma de una
ciudad hace daño, es propensa a los accidentes domésticos, atropellos en el paso de cebra.
Podas salvajes, días de otoño, jardineros sin mano. Hace frío
en la ciudad, pero el asfalto exuda propiedades, trama un mundo
fantástico para la ofuscación. Buceamos en el cielo de la urbe, plana y poco fiable, desintegrada; por no decir que el cuerpo es lo
interesante, lo flexible, lo ritual. El cuerpo entero de la ciudad recibe atenciones y rutinas presupuestarias, admite un
incremento constante de población. ¡Eh!, que el cuerpo de la ciudad obtiene su medalla y su
medida, es un museo al aire libre; miles lo transitan, lo surcan
las palomas, los gorriones, los gatos callejeros, los perros que realizan sus hazañas conspicuas,
personas que divagan, paseantes sin crédito, objetos tirados por ahí, al sol. El barrio es una obra de Arte, de sus calles penden las
insignias del imperio, ropa tendida, rostros asomados a todas las ventanas posibles; ítem
más, aparecen muchachas altruistas, Ángeles reincidentes, trabajadores espabilados con sordas pretensiones. Los
edificios mutan de repente de fachada y se ventilan, requieren maquillaje, andamios (quieren) y
poleas, ascensores eléctricos con motores de fin de semana, desean color y autonomía (y autoestima). Varios edificios instituyen la calle, que puede hacer
alguna ese o puede aplazar su recorrido. Y la gente existe en números reales,
en códigos, respeta un orden prerromántico; en el 3º C se está llevando a cabo un exorcismo harto silencioso; en
el 8º se escribe. El silencio completo corresponde a los cuartos sin ascensor, tan volubles. La poesía forma parte increíblemente de la programación artística, contiene
todo lo necesario para desarmar a sus oponentes, para diseñar un espacio generoso. La ciudad a subasta,
alguien ofrece un verso, ¿quién da más?
Hablemos de los hombres, qué cuerpos miserables, qué mentes atrofiadas, sus carrocerías abolladas, sus
funciones corporales, soñadoras, ¡reproductoras! Su misterio. Tomemos el universo general y misterioso, frente a
nuestros ojos centellea una claraboya interestelar, el telescopio de Arecibo, un cielo tenue de
manera que desciende levemente sobre nuestras cabezas. Respiramos antes de mirar al cielo, vemos lo que
existe, ah, tanta clarividencia. Nos escuece, nos faltan recursos humanos para comprender los hábitos
de la naturaleza. La vida es un sinsentido abierto al pensamiento, al sentimiento; sentimos el calor como una epifanía, el
frío como una eternidad. Dice Mircea: sentimos lo que somos, estamos incluidos en el mundo. Nuestra felicidad no importa, no es algo que trascienda
la cultura divina, no compromete la fuerza de los dioses. Supervivencia y éxtasis,
compraventa de entradas, tardes vistas y no vistas en el centro comercial buscando una distancia de fraternidad.
Cualquiera puede resultar agraciado con un automóvil en la rifa,
cualquiera puede sufrir un contratiempo especial, comercial, de incierto resultado. Las unidades de cuidados intensivos están llenas de almas, pero qué pocos Ángeles. Destiny –dice–
se pasará esta tarde con el arpa encendida, una sonrisa. Qué formato inconsistente. Respiramos, calculamos
nuestras posibilidades, engullimos todo lo posible, humanamente. El cielo, mientras, se demacra como un
rostro declinante, anclado al sufrimiento y la frenética ilusión de las moscas, su brevedad de estilo. Hay, sin
embargo, una pirámide en cada uno de nosotros alzada con fulgor psicótico en medio de la realidad. Hablamos de los hombres, convencidos de que nacerá el día
en que nadie ansíe el hielo calcinante del abatimiento, su abrazo positivo.
Pues nada nos es desconocido ahora, ni siquiera la amarga fecha de nuestra resurrección.
Hasta el Ángel se vio en la tesitura. Ante la página en blanco,
el lienzo bañado de espacio, la nave colosal y por antonomasia, cierta
pureza. Y todo era una broma llena de maldad, el tiempo rezumaba su ipso facto, la luz que resolvía la lasitud del aire era un filtro enajenado. Había poetas a mansalva, manadas de hombres sueltos, de mujeres constantes;
literatos que repetían el mantra de la industria, de la historia, sabedores sin leyenda, personas en busca de un lema insuficiente, estudiantes de primero de budismo en cuclillas para la eternidad. Alguien encendió los focos del estadio y el balón de
fútbol alcanzó la iluminación (después le llegó el turno al
delantero centro). Eso dio para un soneto genial, dio para una sarta felibre o un febril
encadenamiento lírico, apenas para un fracaso tras otro. Destiny se movía entre la Fender Stratocaster y otra
clase de inspiración más entregada a lo tangible, su música flotaba entre
insensateces y botellas de plástico. En el centro comercial alguien había entrevisto el rostro de Jesús en
un rollo de papel higiénico. El recital cambiaba de frecuencia, influía en el humor de la gente; alguien
había comprado un libro con siete profecías en la
contraportada. Escribir poesía es la mejor forma. Las muchachas recrudecen su ansia, fortalecen su musculatura dramática,
dudan de su recto sentido como de su caligrafía, pero negocian tratados de
modernidad bajo un cuadro de luces. El verbo maneja toda esa artillería y establece los términos de la charada:
en el fondo, es un creyente metafísico.
Enhorabuena, gente extraña sale de casa a cada momento, gente que mira a los lados con espíritu
flexible, personas temperamentales que confían en que el cielo no se derrumbe
sobre sus cabezas. Todo resulta ajeno, visceral, el lenguaje se concatena y forma ideales pesados, audios inseguros, es portador de malas noticias
de manera uniforme y respetuosa con su propia norma intransitiva: pura anomalía. Nada que ver con los demás. El corazón palpita, eso sí, el hígado se inflama y genera cicatrices, la próstata
multiplica su tamaño, los pulmones fabrican alquitrán. Di que sí. Se fracturan
los huesos sin ningún romanticismo, salen cardenales, alguno lleva un ojo morado, los dientes se pudren en la
boca, son extraídos, aparecen puntos negros en el rostro, granos y espinillas
espeluznantes. Así es. Luego, el tiempo que nos hace, que puede ser lluvioso y
parisino, o puede ser que nieve al compás de las olas, que nos explote una ciclogénesis según las escrituras: puede que el calor sea tan fuerte que el infierno asome
su teofanía por debajo de la puerta; ah, el viento que despeina, la lluvia que cala y calca la
macabra silueta del futuro, la nieve que cultiva una parcela en tierra de nadie. Gracias a dios. Los milagros refieren una historia corriente. A alguien le dolía la
cabeza y es que le habían dado con un ladrillo en la cabeza. Y
fue sanado. Improvisaciones del lenguaje, falsos mitos desmontados por marionetas y Ángeles sin
graduado escolar. Luego, la película del Arte, su definición, su defunción
controlada, su demolición a grandes rasgos, a cámara lenta. Cine mudo y
sofisticado, actrices del método metidas a poetas, controladores aéreos gestionando la enésima llegada del Mesías. Un
final feliz para el gallinero, uno inteligente para la platea.
Y la clac aplaudiendo a manos llenas. No hay espejos que valgan, ni poemas. La verdad
es que nos duele todo el cuerpo, por los cuatro costados, nos sangran los modales, nos supuran las
lecturas y nos quema la cortesía del mundo, que salimos al mundo mirando para
arriba a ver qué día hace, a ver si todavía el cielo sigue ahí.
Pureza y poder de convocatoria, alzas la voz y se reúnen
los muertos, llegan de todos lados (hasta del tiempo) titubeantes,
balbuceantes, sonrientes. Su velocidad escuece, pica en la piel y
contribuye a la paz, desde luego supone una grata lección para las masas, también para los elementos. Algo hay que escribir. Un filamento cogido por los pelos de la literatura, hecho de
antigüedad pero fechado hace dos días, hecho de polvo pero sólido como una caravana
que recorriese los atajos de Europa, años de batalla, siglos de fracaso. Nacionalizamos. Racionalicemos la tristeza, la pureza.
Junto al Mediterráneo, fábricas de melancolía, en la Costa Azul una factoría de
íntima satisfacción, moderna y bien retribuida, anclada en los felices años veinte (2020 no). Europa se anda estirando hacia occidente; calculamos que
dentro de un par de semanas la península ibérica tocará con sus cabos el extremo
neoyorquino, habrá millones de muertos que seguirán caminando, que subirán por una escalera mecánica al cielo
comercial de babilonia. Menudo estropicio bajo tierra. Hacía mucho que no se
congelaban las ideas de esta forma. Hasta el poema se rasca sus
(p)referencias culturales, los puntos y aparte le producen sarpullidos de ignorancia crónica. Hay, incluso, un tren
inolvidable que despide un sucedáneo de café, humo y protagonismo, algo de erotismo comme il faut, lo que se dice una
escabechina para todos los públicos. Cuando una frase tras otra interfieren o se enlazan, se
iluminan, crean un ingenio propicio para el baile (puntiagudo, pues). Cuando la
pizarra rechina su ciencia estrafalaria, las muchachas sortean las últimas noticias de mañana y la primavera impone
su desuso… Es que nos vamos aproximando al Arte, que sonreímos como poetas muertos.
Reminiscencias de una guitarra flamenca a la sombra del
hop. Es el pan nuestro, la cosa nostra, nuestro pequeño negocio afanoso de la solemnidad. La crisis ecológica que viene, su monto aproximado; el
dow jones se estremece, decide apalancarse cerca del lago Tahoe, cerca (tal vez)
del invierno, de Walden y su profundidad remota, sus peces de plástico y neón. Arrecian los tambores de la rebeldía, los puños apretados se levantan, y es tan atronador el silencio. El hijo
pródigo regresa con un puñado de dólares, va derecho hacia su árbol genealógico y cuelga una soga
de la rama más sórdida. La profecía insiste, de hecho, en ese aspecto concreto de la
revolución. Arden los ríos, y todo es de una pesadez artística, literalmente simbólica y real. La
piscifactoría ha recibido la visita o la invasión de una colonia de avispas, tampoco eran
gorriones, eran seres higiénicos, voladores ingenuos dotados de aquella fortaleza volcada en el vacío. Bajo la
corriente, corretean los salmones su campo de violetas, rocas y anzuelos dialogan con la espuma, conspiran una temperatura ideal. A cuántos grados se funde la materia de los sueños –se
pregunta la noche. Estrellas hubo con problemas formales, dudas tenebrosas, altas condecoraciones pichadas como mariposas en un corcho
gigante. Los automóviles fingen compañerismo: solo es ruido; en el
calendario, los días festivos se cambian de ropa, el cine abre las puertas y
empiezan a sonar teléfonos ocultos. La vida toma un rumbo cálido, recobra el sentido y parece decir.
El silencio –dice el poeta– es lo que se escucha cuando deja de cantar Olivia Dean. Hay, pues, un silencio
de campanas. El silencio de la gran ciudad a la hora punta. El silencio de la
ciudad de Los Ángeles. La soledad es lo que ocurre cuando la noche invade los preceptos de la luz, la promiscuidad de la
mañana. Existe un día de mañana incubado en cada noche, despabilado pero inerte. A veces los tentáculos de la
oscuridad emergen ocluyendo un rato de felicidad. Milagro sería. Que la fortaleza del tiempo resistiera el empuje de los cuartos oscuros, la fuerza cegadora
de un segundo tras otro. Consta en el libro un suceso pendiente de evaluar. El
poeta estudia la conveniencia del procedimiento. Romper el
pacto y dejar de narrar lo impredecible; todos se ríen, el poema abulta en el bolsillo, recorre la
escena con su rama de árbol en las manos, deshojando un tesoro.
Es una máquina de fracasar, desencajada como un rostro desencajado. Estudiamos lo que fueron los buenos tiempos del Orient
Express, su marquetería y sus vagones imperiales. Nos preocupa la decadencia, es un tema candente, la notoriedad de cada
acontecimiento nos sobrecoge. ¡Es la memoria, estúpido! El Arte ha fracasado en su conato –desaforado esfuerzo–
de acallar la voz que nos protege. Olivia se transforma entonces en un nido, o es su voz. La
soledad discurre a través de una noche fotogénica. Dice el poeta: soñemos con el aire. Y su palabra es una
debilidad de la naturaleza, el punto flaco del espacio, la
consumación de una teoría inacabada.
Si yendo por la Avenida se te aparece el fantasma de
Tamir Rice con su pistola de juguete, no te asustes, no dispara a matar. El caso y el caos; a través del polvo
y las curvas cerradas, las rectas del midwest y del farwest. El caso es que el polvo impide ver la
extraordinaria holgura de la realidad. Espectros ebrios de ectoplasma, borrachos de gloria, dinastías etéreas, príncipes sin principado, un cuadro
tras una cuadrícula en un cuarto estirado de palacio; hay que pasar bajo un millar de arcos
triunfales, bajo un filón de nubes astilladas, una multitud de estrellas adolescentes. Y te topas con el
famoso asesinato de Sharon Tate, con un bombardeo, observas cómo
el dron de combate afina la puntería y descerraja el poema número 16. The Mandalorian te vigila desde su nave burbuja, a salvo
de estipulaciones imperiales; es la actualidad que contraataca, golpea con
puño noticioso, con su célebre martillo iconoclasta. Hay un letrero gótico cercano,
básico-carpintero, que dice que no hay farmacia, que no hay zapatería, que no existe un
restaurante de comida rápida, dice que la escuela está cerrada y que Tamir no puede
matricularse más. Se te aparece el fantasma de una mujer negra y es que vas
a toda velocidad por la autopista, que te persigue el coche de
los cops con las nuevas sirenas deportivas, es que has robado una parte de la miseria que
te pertenece, o simplemente que te acercas al cielo, huyes de la lejanía, que le has dado la espalda al
horizonte y Sandra Bland te mira desde su atalaya infructuosa, desde el lugar exacto donde fue visto dios
por vez primera. El poema se agarrota, está demasiado presente, como si le hubieran puesto la vacuna de la gripe. Resulta
que la foto fija del espacio es la siguiente: un niño asesinado. El efecto retroactivo, el globo que se
eleva, la pistola que escupe agua potable, el tirachinas biológico. Hay un libro entero que conduce a la misma conclusión; es un libro de
historia, un libro antiguo, de aquel tiempo en que el mundo terminaba en una carretera
sin salida.
Todo el amor de la felicidad; hay que seguirle el rastro:
es imposible de seguir. A veces suena como el tañido, el soplido, el abecedario que
repiten los niños en la escuela, una canción. Lo lleva el Ángel en sus manos, blando y transparente. El
Ángel es todo amor, por eso de la punta de sus alas brotan carámbanos de oscuridad, por eso sus dientes son anchos
como espejos, su forma es un panal. Después de todo, ella canta con esa alevosía de las rosas frescas
(siempre se hace de noche). Su voz disuelve la naturalidad del espacio, es un rompehielos, arpa
los músculos del corazón, sangra por los héroes del bardo. Destiny® se ha pedido un helado en el alto verano
neoyorquino (no se lo pudo comer, se deslizaba dulce por la barbilla hacia el
hoyuelo de su belleza innecesaria). Su voz alzaba bloques de hormigón, vigas maestras, se alzaba
como un vuelo de reconocimiento. El amor cabe en su voz holgadamente, vibra con el espíritu de su
entrega. Los Ángeles se afligen, pero son de otro mundo. Nos
miran, pero no nos salvan. Nos olvidan de pronto, en seguida nos niegan: desertores del cielo, almas sin alma. Jugábamos al fútbol con el Ángel, tocaba la pelota con un
talón de noche, vertía su inocencia sobre la hierba crecida, gotas de
sudor se arracimaban a su espalda, bidones de escarcha, fardos
de rocío; oh, surtidores de nieve entre sus piernas. Entonces se escuchaba una ventriloquía, un sarcasmo, eran
los chicos que venían de toda la ciudad, pálidos como estatuas, rodeados de humo y sensación. Eran los buenos tiempos de la felicidad, cortos y
pesados. Pasaban rápido entre dos necesidades, entre dos resignaciones. Y lo mejor era oírla cantar. Su canción era suficiente para hacer el amor, lo bastante
dura y hermosa; ah, sus uñas rasguñaban el diamante, sus dedos retorcían
los anillos, sus pestañas figuraban en el vademécum de los ríos más largos. Algo así. Demasiado frágil para seguir leyendo. Déjenlo
aquí, unas líneas más arriba: sobre el primer verso pende la daga teatral de la conciencia, un árbol
boca abajo. No lo tengan en cuenta, acaso sean huellas en el barro, migas de pan, el rastro
abarrotado del amor.
Aire para cenar, es más que amor. La grafología manda. La geología. Somos logopedas clásicos, nos pirran los trabalenguas infantiles:
tres tristes tigres. Ah, nos deleita el Arte con minúsculas, reseteado. Vertical, 4 letras, listo para el drama.
Grandes verbos representan tremendas ilusiones, ideas ciclópeas: un gargantúa de las
ideas como el verbo ‘adivinar’. Se intuye una grave conmoción, el
ser imaginativo se realiza (quítale una i). La poesía debe ser destruida desde dentro, dice Gombro. Y Rezzori. Y tal otro. Fulano
de Tal. Grandes versos acompañan el féretro de la creación, saltan con la
música, al ritmo ecléctico de las marimbas (echan humo). Esta vez Olivia Dean ha hecho mutis por el foro. No dice
nada que no sepas. No dice nada. Solo que no. Y ya es bastante. Entrecortado. El misterio se
desvela con un redoble autista de tambores vehiculares (qué término tan
posesivo); en el cerebro, mejor dicho, en la mente, hay palabras que giran como planetas infieles a sus reglas de comportamiento, astros sin
fisonomía, sin prole para la física. En la mente, las palabras forman imágenes que colisionan
entre sí, colapsan en malos pensamientos. Las escenas funcionan a
fuerza de economía expresiva, el cine mudo es la culminación de una manera
de desprotagonizarse; miramos documentales como documentalistas, intuimos la conmoción cerebral provocada por las provocaciones. Andamos por un trigal; suceden milagros alrededor de la nada, los árboles se estiran, ellos
mismos se construyen la casita del árbol. Los pájaros fomentan el absentismo natural: volar es el
seudónimo de la poesía.
Caballo blanco Cb1-c3:
depredador. Sobre todas las cosas: depredador. Sentado en el porche una tarde de domingo. El Ángel se inmiscuye y nos protege, se entromete (entre
líneas); su voz es el placebo que habrá de consolarnos, su voz es
el espacio cambiando de parecer. Bajo el firmamento, manadas de animales maltrechos como púrpuras, perseguidos
por vehículos, seminaristas calvos con ojeras (también). La asociación verbal, su ciclotimia (tan impersonal y
austera). Es un austericidio gramatical que ejerce su función sobre todas las cosas. Al máximo la crítica apostada como quebrantahuesos, lobos hambrientos, vampiros descorchados una mañana de mayo,
zombis de blackfriday. Crítica in vigilando:
depredador. El crítico se relame, pisa el poema como si fueran uvas, como haciendo el vino de la primera comunión, con los
pies descalzos malolientes de haber leído, con los ojos sucios de tanto borrón y cuenta nueva. Poetas no verbales, a la contra como colchoneros; signos vulnerables, admiraciones en voz baja, interrogantes
sabihondos. Preguntas a la gente y ya no te devuelven el saludo, algunos que
devuelven el desayuno de ayer, la comida que está en el frigorífico. Sushi y macarrones para microondas, un filete sangrando recomendaciones, padrinos y virreyes. Te miras
al espejo y te saluda chusvisor: depredador. El poste de la luz es lo que pervive, no porque actúe o finja ser aparato transmisor de una bocanada de
energía artística –fontanería o ambas–, sino porque a través de las
ventanillas del tren en marcha es lo único que se relaciona de igual a igual con la realidad, de tú
a su. Obramos el poema, pero no nos conmueve, sabemos el final pero nos cansa, y este aburrimiento nos cautiva. Dice el
Ángel que si tenemos algo para las manchas de sangre.
El tiempo pasa, es una transición incómoda; pasa como un río de barras asesinas,
caracoleando entre las paredes del canal, por los ojos metálicos del puente, una nueva corriente de
pensamiento lógico (la filosofía del acordeón). Es una transición que se acomoda, se detiene en una
intersección del infinito; por delante solo hay humo, solo karma, únicamente un punto de fuga y
todo el tiempo del mundo. El futuro desprende ambigüedad, modas que han dejado su impronta irreflexiva, modos de asegurarse el desayuno, de
conseguir fuego para el joint, calor de hogar. Ni siquiera el poema pretende anticipar un desenlace, su
desarrollo es una incógnita verbal, se verbaliza a todas horas: a través de las campanas (en
caída libre), a través del soleado coro de las aves, el martilleo voraz del agua liberada. Esperar un cambio de aguja, un cambio climático, el cambio del billete de 20€, la modificación
número uno del proyecto vital: el cambiazo. Es justo, pero nada evoluciona: algo trata de huir de la realidad, recobra su estado natural y luego se
desliza por un falso periodo de esplendor. A veces, un pequeño milagro, un suceso sin coordenadas. Tópicos
misteriosos acelerando por la autopista de la exageración, dobleces expresadas por segunda vez, tercetos hechos trizas, cuartos sin ascensor. El tiempo entra en la habitación del pánico y tira la
casa por la ventana; el tiempo termina de comer y vuelve a tener hambre,
rebaña las sobras y padece la anorexia de los multimillonarios. Lenguas de sal candente arrasan la ciudad, se bifurcan como dioses averiados, bultos en la trama morosa del
espacio; las catástrofes nunca se hacen de rogar. Los milagros existen, pero ocultan desiertos de ternura.